lunes, 16 de julio de 2007

Consuelo, entre cielo y suelo

Julieta Bethencourt


La divina providencia se encargaría solita, dotándola de piadosas virtudes. Se llamaba Consuelo, y estaría llamada desde su nacimiento a ser portadora de innumerables bienaventuranzas. Tal que estaría destinada para ser el consuelo de los cristianos de día, y consuelo de los afligidos de noche. Pura devoción.

No tardaría la misericordiosa mujer en darse cuenta de la elevada misión de vida a la que había sido encomendada. Desde su más tierna infancia, ya Consuelo —cual Juana de Arco tropical— revelaba sobrenaturales muestras de amor compasivo hacia sus semejantes, que se manifestaban con el sentido de su tacto. Para ella, tocar siempre fue importante. Era la manera de tener más cerca a su prójimo; de velar modestamente su etérea condición salvadora. Pero como todo peligroso fanatismo, entre palmaditas a Pedro —su compañerito de recreo—, inocentes roces con Pablo, el hermano de su mejor amiga, eventuales sobaditas con Santiago —el hijo de Magdalena, su madrina— y evidentes manoseos con Juan, el jardinero, Consuelo (presa de una horrible culpa en su conciencia), sintió que debía administrar con mesura sus fervientes demostraciones de afecto.

A Dios gracias, la pía fémina, ya adolescente, encontró en una fortaleza medieval en Cumaná —que no era más que la amurallada casona de la tía Úrsula—, el lugar perfecto para entregarse a su santa vocación, y canalizar posibles desviaciones en el camino de su apostolado. Hasta allí la llevarían sus preocupados padres (quienes ya tenían un rosario de quejas gracias a Consuelito) para que de una vez por todas encontrase el hábito puro de la castidad y el buen proceder. Y ya que de proceder va esto, no es de extrañar que la tía Úrsula fuera insufrible. Era una heredera mantuana venida a menos, quien esperando el amor de su vida que nunca llegó, acabó por mascullar su desdicha entre polvorientos salmos y responsos. Con sus rigurosos métodos de educación ortodoxa, la solterona pariente se convertiría en una suerte de inclemente tutora para una temerosa Consuelo, que ya empezaba a ver con no tan venerables ojos a la particular tía, quien siempre andaba descalza por aquello del sacrificio y la humildad ante los ojos del más grande entre los grandes.

Oración de la mañana a las 5:30, ofrendas de acción de gracias a las 6:00, bendición de los alimentos a las 6:30, santo rosario a las 7:00, lectura del libro sagrado de 8 a 10, cantos gregorianos frente a un mudo piano hasta el hastío… y así, toda un cerrado horario de días enteros de letanías que dejaban a una estoica Consuelo exangüe hasta el amén. El único momento que tenía “la elegida” para estar consigo misma, era cuando iba al baño, y un mínimo receso (de 8:00 a 8:10 por la noche) tiempo que la tía Úrsula aprovechaba para agarrar el teléfono y preguntar como buena fiel, por la salud del predicador dominical, últimamente muy malito.

Sucedió que en una de esas noches de brisa fresca junto al Manzanares, Consuelo, aprovechando el respirito que su fervorosa tía le concedía como dádiva, se asomó a una de las escasas ventanas que daba a la calle semi-oscura. Le llamó poderosamente la atención una roja luz de neón que alumbraba escandalosa, en la cercana esquina de la acera de enfrente. Quiso tocarla. Sin duda, no era una luz normal. Pronto, un alboroto desvergonzado hizo que a Consuelo se le subieran los colores a la cara, justo con el hirviente manotazo que una indignada e histérica Úrsula le propinaba a su desconcertada sobrina: —¡Sacrílega! ¡Impía! ¡Jura por este puñado de cruces que no volverás a asomarte a esa ventana, ni a ninguna otra mientras yo viva!

Consuelo hizo bien. Nunca más se asomaría a la ventana de la discordia, por lo que nunca tocaría aquella inquietante luz. Pero se juró a sí misma que no se quedaría con las ganas. Así que, a partir de entonces, cual ungida de los dioses, ella, y nadie más que ella, sería la tocada por la luz.

Cerca del mediodía siguiente maquinó la escapada, en franca peregrinación de cincuenta metros. Esta vez, la templanza era mandada al demonio. Valiéndose de una inusual ausencia de la hermanita descalza, o mejor, de la tía descalza, una resuelta Consuelo corría desaforadamente escaleras abajo para alcanzar la esquina de sus deseos. En el trayecto casi resbala, cuando abruptamente se detuvo para tocar, tocar y tocar…Tocó sentidamente imágenes, pinturas, tallas, retablos, nichos, como una manera de congraciarse con todo lo que ella había amado, aunque después le fuere impuesto hasta el hartazgo. Y tocó sin afecto, el óleo deshidratado y mustio de la tía Úrsula que reposaba inquisidor en el medio del salón, y al que luego de descolgarlo de un tirón, patearía sin contemplación, antes del seco portazo. Blasfemia ex professo.

En un santiamén ya estaría afuera. La calle era otra. Y Consuelo también. Aunque la fantástica luz nocturna vista hacía apenas unas horas, no despedía sus electrizantes destellos (por los obvios rayos solares que a la hora de la huída despavorida achicharraban a cualquiera, con unos 42 grados a la sombra), Consuelo se sentía completamente liberada y como llena de un brillo celestial renovado. Ya en la esquina, tocar la desvencijada puerta y soltar un gritillo de satisfacción, fue lo mismo. Mientras aguardaba impaciente a que alguien le abriera, los ojos de la dichosa joven se detuvieron para detallar la peculiar fachada color naranja chillón. Flanqueada por dos columnas (que alguna vez fueron blancas), éstas semejaban un orden dórico en falso y barato yeso; a su vez, el entusiasmado farol que encandilara a Consuelo, parecía estar ahora sumido en una larga resaca. Como remate, un anuncio medio roto que rezaba: El Templo del Deseo (y más abajo: Nightclub) destacaba en relieve con una letra barrocamente cursiva.

Nada que ver con lo que había dejado atrás. Por instantes, la chica dudaba y la asaltaban signos de arrepentimiento e interrogantes del “qué hago yo aquí”. Pero trataba de pensar que ya poco le importaba. Consuelo se concentró entonces, en discurrir si aquella no sería la hora apropiada para visitar un lugar como éstos, que mejor hubiera venido obviamente de noche, cuando unas larguísimas pestañas se asomaron por una pequeña y cuadrada ventanilla, que formaba parte del gran y desconchado marco dorado, y que servía de acceso al estrafalario local. A las pestañas le siguieron un almendrado ojo visiblemente agotado, y luego una voz chillona que inquirió quejumbrosa:

—¡Cooooño! ¿Se puede saber quién es el sin oficio que molesta a estas horas?

Consuelo sabía que debía ser bien directa, o de lo contrario estaría perdida, cuando soltó sin titubear un determinante:

—Buenas tardes, ¿podría hablar con la dueña del Templo?

—Serán buenas pa’ ti, miamor. ¡Es que francamente, ya a uno ni descansar lo dejan…! Pa’ vé. ¿Qué traes tú ahí? - preguntó la irritante voz de mujer, al tiempo que abría la puerta en gesto visiblemente desconfiado. Una intimidada Consuelo alcanzó a darle la mano a la excéntrica mujer entrada en años, aún de plumas y maquillaje chorreado, que ahora podía ver con mayor detenimiento, y que contrastaba con el blanco vestido camisero y la cara lavada de la muchacha.

—Soy Consuelo Alt… Alegría —por un momento casi soltaba su linajudo Altagracia, el que finalmente pudo detener a tiempo—. ¿Es usted la persona encargada del… —la pobre Consuelo no atinaba a calificar el antro donde se estaba metiendo—…bar? Es que me gustaría trabajar aquí.

La mujer conminó de un halón a Consuelo, y en dos segundos la chica se encontraba adentro. Consuelo percibía que mejor hubiera sido quedarse en la línea de la básica curiosidad. Si por el lado de afuera, el panorama no era muy alentador, la cosa puertas adentro era francamente triste y desoladora. Paredes descascaradas y sucias (de un color también dorado que seguramente brilló en mejores tiempos), botellas de licor barato por doquier, maltrechas mesas con raídos manteles y frías sillas como testigos silentes de noches de “placer fácil”. Completaba el cuadro, un penetrante olor de vapores mezclados y sexo trasnochado, desparramados por todo el bar.

—Un momentico. ¿Cómo que bar? ¿Cómo que encargada? ¡Soy La Tesorito, dueña, ama y señora de este templo del placer! Ven acá. Déjame verte bien. Uhh…Uhhjum… ¡Pero, carajita, no te pongas tan tiesa, que pa’ tieso otra cosa…! Pronunciaba sin rubor y a carcajada suelta una deslenguada Tesorito, mientras le daba varias vueltitas a una colorada y rígida Consuelo, a quien casi le daba por huir despavorida de aquel sórdido lugar.

Mira, carricita. ¡Sí! Déjame decirte que viéndote bien, prometes. Lo que hay que quitarte es esa tiesura de almidón y esa mojigatería de monja que empezando por tu nombre, yo te digo… Aunque pensándolo mejor, Consuelo… Alegría…Ya está. Al santurrón Consuelo ése, lo vamos a mejorar con un Consuelito que suena como más a melao. Claro, mijita, ¡tienes que invitar a pecar! y definitivamente serás la alegría nocturna de esa sarta de infelices rufianes, que suele venir al templo en busca de falsos quereres. ¡Perfecto! Eres carne fresca y juventud, divino tesoro. Mi reina, has caído aquí como anillo al dedo, así que todo lo que toques a partir de ya, lo convertirás en oro. Bien te lo dice tu Tesorito…

Estas áureas palabras pronunciadas en premonitoria lengua de La Tesorito, serían para Consuelo —quien rápidamente cambiaría su parecer sobre el milenario oficio al que ahora estaría llamada, y que ahora creía su verdadera vocación—, el inicio de una vida ofrecida al culto de Afrodita, y una total entrega a las sensuales artes amatorias. Por supuesto, que no sería una prostituta vulgar y silvestre. Consuelo quiso destacarse como la que más.

Para ello, valiéndose una vez más de su fiel e iluminado sentido del tacto, Consuelo se convirtió en la más célebre masajista, ampliamente conocida desde Santa Fe hasta Irapa. En boca de todo el mundo, hombres y mujeres por igual, y en todos los rincones, se hablaba del mito de La Consuelito en El Templo del Deseo —con el tiempo, y tras la repentina muerte de La Tesorito, Consuelo se haría cargo del negocio, que ya no luciría como la pocilga de otrora, y cuyo farol deslumbraba ahora más que nunca— en el que recreó un imaginario de nombres para su arte, basándose en toda su experiencia pre-Templo… Así que no es de extrañar entonces, que “el medieval”, “el inquisidor”, “el castrador”, pero también “el celestial”, “el paradisíaco” y “el milagroso” —no faltaba algún “creyente” que le atribuyera efectos curativos y sobrenaturales—, formaran parte de su tan solicitado y apretado catálogo, que siempre llevaba a largas listas de espera en sus citas, carísimas, por demás.

Para tales citas de fogosos encuentros, Consuelo se esmeraba en llevar suntuosos trajes inspirados también en las prostitutas del medioevo, escogiendo siempre colores llamativos y dejando al descubierto sus níveos hombros. Nunca faltaba, ante tal sofisticado cuadro, un gigante guante de plumas de guácharo, que llevó siempre como amuleto en su mano izquierda, y con el que solía dar la bienvenida antes de cada sesión. Otro detalle que le encantaba, para mantener a su clientela contenta, era contar con duchas de aromas, sillones térmicos, bañeras de burbujas y sales aromáticas con alto poder afrodisíaco, a manera de inolvidable clímax en sus célebres rituales. Consuelo nunca se sintió tan pletórica y exultante de haber encontrado su verdadero paraíso.

Pero como todo en esta clase de vida, —nunca se sabe con precisión cuándo se está arriba y cuándo se está abajo—, tan poco confiable como un condón “Te amo”, a Consuelo no le duró mucho tanto cielo, y evidentemente, nada fue eterno. Una epidemia de tuberculosis diseminada por los lados de Araya, la alcanzó irremediablemente, sin dar tiempo a que pudiera pagar las excesivas deudas que había contraído, ante su ambicioso afán de crear un quimérico Emporio del Deseo, que nunca llegó a ver cristalizado. Así las cosas, todos los bienes de Consuelo fueron confiscados poco antes de su muerte.

Un funeral multitudinario plenó extrañamente las calles de Cumaná, y todos los hombres —sin excepción—, bajo la mirada complaciente de sus mujeres, deseaban llevar en hombros el ataúd de esta especie de “hija adoptiva”, por los grandes favores que en vida había concedido. Toda una sentida pérdida.

Pocos días después, por los alrededores del cementerio y junto a la tumba de la difunta, se vio a una jorobada viejecita sin zapatos, junto a dos enterradores. Uno de ellos, llevando una pequeña placa dorada entre sus manos, se dirigió a la anciana:

—Doña Úrsula, ya esto está listo: “AQUÍ YACE CONSUELO ALTAGRACIA, ENTRE CIELO Y SUELO”. ¿Dónde prefiere que la pongamos?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jijiji, Santa Consuelo de Cúmana. Ya le prendi la velita. El rollo es si me la sopla.