lunes, 16 de julio de 2007

Frankfurt

Gustavo Valle



¿Que qué hacía yo en Frankfurt? Llegué allí por equivocación. Y también por equivocación conocí a Darío. ¡Vaya coincidencia! Un borracho mexicano que lo había dejado su mujer como a un perro en el asfalto. O por lo menos eso me dijo después de la quinta cerveza. Y las cervezas en Frankfurt son así de grandes.

Estábamos sentados en la barra haciendo tiempo para irnos de putas. Los burdeles en Frankfurt son increíbles: edificios enteros de cinco y seis pisos, cuadras y cuadras dedicadas a eso. Llevábamos los condones en el bolsillo. Todo estaba preparado. Nos prometimos que esa noche nos sacaríamos el guayabo de encima.

-Anóder raun, -le dije al barman, quien me entendió perfectamente y nos puso dos birras más.

Darío me contó que Olga -así se llamaba su ex-, lo había dejado por Emiliano, su mejor amigo. Me explicó que Emiliano había estudiado con él desde niño, que eran como uña y carne. Fue horrible –me dijo con los ojos aguados-, ya han pasado más seis meses y parece que fue ayer. Si lo tuviera frente a mí lo mataría.

Yo le comenté que con Cynthia había perdido la virginidad, que desde los quince ya estaba enamorado de ella, que no había mujer más linda que Cinti. Y dibujé la curva de su cintura en el aire.

-Todas son iguales -me dijo Darío-. Somos sus muñecos, juegan con nosotros. ¿Sabes qué siento, Boris?

-¿Qué, Darío?

-Que fui utilizado.

Y tenía toda la razón. Por eso el destino nos había puesto en Frankfurt para vengarnos. Con nuestras cámaras digitales preparadas para registrar el momento: yo, o Darío, rodeado de rubias, gozando a lo grande. Sin duda una magnífica postal para mandar a Caracas, o al DF. Un lindo regalo para Olga, me dijo. Y yo pensé lo mismo: un lindo regalo para Cynthia.

Debo decir que las cervezas alemanas no son como las polarcitas. Seis o siete de esas equivalen a una caja de las nuestras. Además están hechas con trigo, y nuestras polares tienen cebada (aunque la gente dice que le meten arroz, yo no sé). Lo cierto es que esa noche hacía un calor brutal y las cervezas nos refrescaron. ¡Alguien puede explicarme porqué no hay aires acondicionados en Frankfurt!

-Es tarde, pidamos la cuenta, tenemos asuntos pendientes -le dije a Darío-. Pero se lo dije en mal momento, pues justo me estaba contando cómo había conocido a Olga.

Ella estaba hospitalizada con una neumonía, al borde de la muerte. Darío estaba visitando a un tío suyo que compartía habitación con ella en el hospital.

-La vi y me enamoré –dijo—. Me enamoré de una enferma, de una inválida. Nadie hubiese dado ni un centavo por ella. Parecía un fantasma, estaba cadavérica.

Luego me contó cómo la ayudó a salir de una depresión profunda y con lágrimas en los ojos gritó:

-¡Anóder raun!

Después vino mi turno y le comenté lo de la gordura de Cynthia. Que a los quince años era un pequeño monstruo. Que a pesar de eso me enamoré a primera vista. Que estuve a su lado durante la penosa dieta con la que rebajó más de cuarenta kilos y se convirtió en lo que es hoy en día.

-Es que todas son iguales –repitió Darío, con la lengua pastosa.

Yo asentí con la cabeza, di un largo trago y sentí que me hundía.

-A pesar de todo, ¿sabes una cosa, Boris?

-¿Qué, Darío?

-Sigo enamorado de Olga. No hay minuto del día en que no piense en ella. La veo hasta en las nubes. Se me aparece en sueños. Escucho su voz a cada rato. No habrá otra mujer en mi vida como Olga.

Se secó las lágrimas, se peinó (o despeinó) con las manos y acto seguido dijo:

-¡Pinche cabrón, arrojémonos a los brazos de las mujeres de Frankfurt!

Pero yo lo vi tan triste y abatido que pensé que lo mejor era esperar. No tenía sentido irnos de putas así, tan deprimidos. Entonces pedí unos tequilas para inspirarnos.

Nos bajamos más de media botella de tequila. Después vinieron los whiskys. Cuatro rondas de whiskys. Luego volvimos a las birras. Yo le conté más cosas de mi vida con Cynthia, y él me contó de su vida con de Olga. Darío no paraba de llorar, y yo me puse a llorar también. No recuerdo muchos más. El resto de las imágenes son confusas: veo resplandores, tres o cuatro resplandores. Mas tarde estamos tirados en la acera, y ya. Eso es todo.

Al día siguiente desperté en mi habitación con la ropa puesta, un charco de vómito, y los condones intactos en mi bolsillo. Me metí en la ducha, me vestí volando y me fui al aeropuerto para tomar el vuelo de Lufthansa.

Dormí casi todo el trayecto. Pero a la medianoche desperté. La cabeza me explotaba. Fui al baño y me lavé la cara, estuve viéndome al espejo un buen rato. Tenía un pómulo inflamado y una costra de sangre encima de la ceja. Regresé a mi asiento. Pedí una cerveza y saqué la cámara digital de mi mochila.

Allí estaban las imágenes de anoche: Darío y yo en la barra. Darío, el barman y yo. Yo en el baño meando. La botella de tequila rota en el suelo (¿qué habrá pasado?). Yo sonriendo con lágrimas en los ojos. Darío señalando una herida en su mentón. Darío y yo dándonos un abrazo. Darío y yo dándonos otro abrazo. Había como cinco fotos de nosotros dos abrazados.

Lo voy a extrañar al pinche cabrón ése.

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