lunes, 16 de julio de 2007

Los ojos de su mano

Mario Morenza



I

La iluminación de Rosa del Desierto le trajo de vuelta a su memoria aquel curso de supervivencia(2) en el que conoció los poderes alucinógenos de la LSD. A medida que el calidoscopio de luces le reducía el coraje, esa misma memoria, llena de correspondencias del pasado, iba de uno a otro recuerdo. El aire acondicionado encarriló sus pensamientos a Groenlandia: sintió que le untaban un viento cristalizado y plegable como una gabardina húmeda. Agradeció el frío como un cuerpo poseído por demonios arrabaleros ante un exorcismo express.

Vestía de jeans y franela. Sobre su espalda birlaba un desteñido bolso de universitario adicto al autostop. Antes de entrar al Rosa del Desierto resguardó un equipo que hacía pensar en una laptop para científicos gnomos. La pantalla del artefacto le indicó coordenadas. Luego de esa coreografía le bajó el telón a las cifras y cálculos con el botón off. Apuntó su mirada a la pared que le daba sombra. Por segundos, no agitó pestañas, como si la sombra proyectase la irregularidad de la misma pared. Su ensimismamiento se alineaba al del científico que analiza un nuevo código secreto y gastronómico en el reverso de La última cena. El “mural” se acercaba más a la fachada de un galpón abandonado.

Y realmente lo fue en un tiempo, como me informaron ciertos agentes. Pero, debo recordar que las investigaciones frecuentemente se equivocan, como algunas cifras con su número (de baile) en la pantalla. Destacaba la incoherente puerta de hierro fornido. Envidiada por cualquier bunker.

La libreta guardaba fotos de calles. Parques. Mercados al aire libre. Rostros. Mujeres. Algunas sin mucha ropa. De pie, de espaldas. En jacuzzis. Sin bikini. Con la niebla y vapor envolviéndolas. En azoteas, con vapores de fríos. En azoteas con vapores de parrillas. Acobijadas. Amordazadas. Chillando. Fotos de chicas en poltronas. Fotos de humo y champagne.

Invariablemente se disgregaban medidas.

El idioma tajaba entendimientos. Todo era materia hecha de sonido con propiedades regenerativas. Los haces luminosos le rasguñaron el hipotálamo al hombre. Caminó entre nubes de vaho y gente. En el entarimado, una bailarina daba brincos elásticos y presentaba un show co-producido con su compañera de escena: la Echis carinatus, víbora con escamas aserradas que anida en sus cordales uno de los venenos más letales del mundo. Echis carinatus, así se llamaban los operativos paralelos a la misión, exactamente en el desierto de Thar. El hombre viajó en el avión del contingente de nuevas promociones. Durante el vuelo, sintió el trecho –mejor dicho, el vértigo– generacional de un universitario al entrar a una guardería.

El regente del lupanar sí lo entendió, menos ese chiste malo sobre judíos. Señas y una paca de billetes sustituyeron políglotas de embajada. La reunión le aseguraría verla (con rigor cronológico) las cinco noches consecutivas. El regente fingió una inédita solemnidad, simulando cansancio, simulando apatía a pletóricas peticiones con ademanes de proxeneta. La recepción era su tarima: la arena de su espectáculo. El hombre se apoyó en el tapete y apuró un estrechamiento cultural y de manos. Consiguió un namaste y su nombre falso precedido por un reverencioso Shri.

Mirarse la cara o mirarse los gestos en la cara de los otros era la actividad más íntima y, de por sí, la más duplicada: en la quietud de la espera, en ese desteñido morral que acumula horas muertas, cualquier sustancia, materia o volumen, cualquier idea, sonido o genuflexión hipócrita es un espejo para cotejar nuestra lacerante ansiedad. El regente lucía una barba zopenca, con la textura de las que en años no han sido visitadas, cercenadas, corregidas, ciento por ciento afeitadas por tijeras, por navajas. El regente se desabotonaba la camisa con guasa de saberse invencible, midiendo su masculinidad a cada botón al aire, ladeado como la cabeza de un recién acribillado en el paredón de fusilamiento. Podría provocar una leve anorexia su actitud retorcida de quién claudica primero: si su pecho ante un asma irreversible o las turbinas que distribuían lo gélido a sótanos, habitaciones, baños y escaleras. El aire acondicionado no cedería ante el exhibicionismo de un energúmeno.

En el pecho del regente había un tatuaje. Eran unas piernas de mujer cuya falda se aireaba para hincarse con premura de cirujano a los suburbios de sus tetillas. Para añadir más afán de confrontación a su pecho y espalda, el primero lo tenía totalmente afeitado, a excepción del territorio de las piernas tatuadas, lo que la hacían ver peluditas. Llevaba una chaqueta mostaza y en el dorso de ésta, un estampado similar al de su tatuaje toráxico, pero de piernas con sesiones de spa y gym en su haber. Los empleados vestían igual. Se trataba del Logo Oficial de Rosa del Desierto®.

“Tranquilo, amigo, siéntese. Cuando decida hablamos”, dijo el regente como si le hablase a un primo hermano después de la tercera botella de ron. Aquí es cuando el hombre se pierde en una tolvanera de dialectos. Vuelven las estaciones del pasado. Los paquetes de DHL. El sabor ácido de la LSD. Las siglas de su nación. El número de placa de su automóvil. Su password de correo electrónico. S.O.S. y diez siglas más. Cruzan ante él instrucciones invisibles de jefes. El curso intensivo de árabe que reprobó. El regente notó el desajuste del hombre y puso su mejor cara para simular un inglés contaminado: “Tranquilo, amigo –su muletilla abusada–, sólo debe esperar un tiempo.” Continuó su cháchara de primo hermano. Se sabía el monarca del lujo y la petulancia insufrible. Finalmente, su lengua se enredó como las piernas de su tatuaje.

El catálogo mostraba fotografías de mujeres. A un costado de las páginas, había datos como la altura, medidas, nacionalidad, edad, lenguajes, hobbies, posiciones favoritas del Kama Sutra, años de experiencia. Las estadísticas añadían fragor a la espera, a querer volver. El hombre se sintió en su niñez filatélica, cuando coleccionaba barajitas de peloteros. Pidió un cóctel. Fumó un cigarrillo. Lo consumió. Encendió otro, y tres más. Se sintió ojear las estampillas del panteón amazónico.

Se acompañó de otro cigarrillo. Desconocía cómo era la hembra, pero, al pasar las tres primeras páginas del catálogo, presintió que, al llegar al nombre de Tamil Nadu, no se decepcionaría. Tenía nombre de ciudad. Su figura, con brazos en jarras, la asoció a la sobriedad de templos religiosos. En unas horas, descubriría que sólo, de esa metáfora, en ella se alojaba la fragilidad de los vitrales. La emoción barroca le hizo chupar todo el cigarrillo y encender otro, como si con ese gesto apurara el tiempo. La espera y el humo.

Mientras el hombre se arrellanaba en el sofá, el regente le ojeó groseramente. Eran saludables los detalles precisos, sobre todo, para las oscilaciones cardíacas y económicas del regente: no había que descartar que de un momento a otro llegaran fiscales solicitando retratos hablados. Se dijo unas palabras que heredó de su padre junto con el Rosa del desierto: “Hay que cuidarse las espaldas y el pecho. Uno nunca sabe quién es quién. Si van a atacar de frente o por detrás.” El regente le atisbó al hombre una cicatriz en el mentón que podía resumir una vida de riesgos.

Tamil Nadu estuvo velada por una pared transparente, violácea. Una sucesión de verbos resbalaron a la caja de su léxico multicultural. Ella parecía surgir de una pecera de remolachas licuadas. La danza de bienvenida. Espasmos de caderas. Contorsiones. Las paredes, los resquicios, la terracota, las coyunturas de las ventanas (cerradas), todos esos ángulos (cerrados, abiertos) fraguaban un espacio de pretextos para el aumento de tarifas por miradas al reloj. Tamil Nadu estaba a dos eslabones de una raza vertebrada. Su serotonina tiene calidad de exportación.

Supe que Tamil Nadu se excitaba comiendo trigo: ejemplo fiel de las capacidades de adaptación gastronómicas de un cuerpo acostumbrado y hecho para el disfrute. El cereal constituía el 60% de su dieta diaria. En diez años, probó carne en una ocasión, cuando, de un mordisco, le arrancó parte del miembro a un sobrepasado en acrobacias sexuales. Le suspendieron por un mes la ingestión de cualquier derivado del trigo. Rebajó diez libras. Su natural sumisión la llevó a aceptar dos visitas, cortesía de la casa, del creativo erótico, sin contar la nueva sesión de fotos para el catálogo. El semi-castrado rechazó la indemnización.

Si la India es para el hombre el séptimo país más extenso del mundo, las piernas de Tamil Nadu, las más largas que lo habían atenazado. El catálogo le habría hecho elegir a una chica con aires de francesa. Después de la segunda noche con Tamil, comprendió por qué era la preferida del hombre que perseguían (o que buscaban o necesitaban liquidar) y que se hubiera arrepentido de haber elegido a otra. La tercera, la más desenfrenada y lujuriosa, al hombre le importó poco morir en una emboscada, atravesado por dagas, envenenado por líquidos invisibles o variantes del plutonio. Resaltaban en la habitación tonos mostazas y verdes, como si, combinados, lograran el mismo efecto estimulante de los negocios de comida rápida. En las paredes habían fotografías de famosos abrazados con la mujer elegida. Actores y actrices de Hollywood. Personajes toscos como sacados de algún ministerio asiático. Atletas locales. El Logo Oficial de Rosa del Desierto® empalagaba en cada espacio posible. En los vasos. En la etiqueta de las cobijas y cubrecamas. En los jabones. En la alfombra. En el papel toilet. En una de las paredes se empotraba lo más repugnante en merchandise de La India: un holograma del patalear de las recurrentes piernas.

Diez uñas postizas trazaron un indescifrable alfabeto: la espalda del hombre quedó marcada como un epígrafe cantonés en el mármol. A la siguiente noche, el hombre le pediría mímicamente a Tamil Nadu que se quitara las uñas postizas. Al no hacerse entender optó por su maltratado inglés: “Please, take off your iron nails”.

Cuando Tamil se arreglaba para la segunda sesión, el hombre abrió un gabinete. Saltó a su vista un lote de cremas capaces de lubricar el eje de una docena de camiones. Le untarían la que sabía a melocotones en almíbar.

El hombre dormía hasta tarde para recuperarse de la misión nocturna. El día lo dedicaba a caminar por un laberinto de calles chatas, miserables y lujosas, sucias y lustradas. Sus ojos bebieron ávidamente la ciudad. En una ocasión, se encontró dando vueltas: una metáfora de sus misiones y memorias, que volvían a divagar como si el piloto que les diera orden y progreso, de pronto, hubiera olvidado frenar. La venta de cobras disecadas que veía por tercera vez le previno de marearse. Compró una.

Hallar una cervecería le granjeó un racimo de callos y amplió sus juanetes. Llegó a una tasca o a algo que lo parecía. Los comensales se deslenguaban hablando. Ordenar una cerveza eslabonó más dificultades que la solución del teorema del binomio. Solicitó una cerveza. El cantinero se desencajó como si le hablaran repentinamente en sánscrito. Le sirvió un brandy. El hombre le explicó de nuevo. No, un brandy, no. Una cerveza. Un vodka hizo otro círculo de agua delante del hombre. Pensó que el cantinero, en muestra de bienvenida, le dibujaba el logo de los juegos olímpicos estampando culos de botellas. Vodka. Ron. Brandy. Whiskey. Sake. Cada bebida representaba un continente. Ya obstinado, buscó una cerveza en la mesa más cercana y, permisos aparte, la agarró soberbiamente, se la mostró al mesonero como un carnet de conducir a un fiscal de tránsito. Restituyó la cerveza a los comensales que de embriagados pasaron a atónitos.

Bebió docenas de mililitros de alcohol. Simuló ver o pensar o escuchar. Se sintió vigilado y dejó una enésima botella casi llena. Siguió haciendo de turista. La penúltima botella la introdujo en su morral.

Caminó hacia el hotel. Pasó frente al Rosa del Desierto que a esa hora estaba tan cerrado como el tercer enigma de la virgen de Fátima. El sol apaleaba las rasgaduras de la fachada. La noche traería letras de neón portentosas y sugerentes. Siguió de turista hasta que la luz adoptó ese tinte orilla crepuscular, de pulpo, inconfundible, que desorienta depredadores en el océano, ese tinte inconfundible hasta en la más agria de las represas.

Todos los días que siguieron al primero, se instaló en el lupanar dos horas antes de la establecida. El hombre, cuando pidió una cerveza, extrajo de su morral, con gesto burocrático, la botella que se embolsó en la tasca. (Un gemido de Tamil entre la rabia o el orgasmo, jamás los supo identificar. Una espalda rayada: la parodia de una línea crepuscular que le advertía la hora de regreso, como marcada por el filo de una hélice fugada de su avioneta.) Cuando faltaba poco, su cabeza se embalsamaba en las escenas carnales que se chapuzaban en el mar amarillo de su botella. Se adentró. La penuria. Se contempló así mismo correr desaforadamente al ras del hielo, rasgando siete, nueve recuerdos acortinados. Siguió corriendo hasta que, en esos recuerdos, se le coló su expedición a Groenlandia. Al borde del hielo, y con unas ganas irreprimibles de lanzarse a ese mar daltónico, inspeccionó ayudado por un espejo, la calcomanía de ingredientes que se levantaba como un sol de aluminio. El hombre se disolvía en un sorbo fondo blanco. El humo.

El hombre guardaba los anillos celosamente. Prefería llevarlos uno por uno en una bolsita de lana de recolectar rocas para clases de geología. Nadie se metería con él en un país donde la Ley es extrema y el robo penalizado con mutilaciones.

El primer anillo se lo dio la segunda noche. Él le dijo a Tamil una frase digna de telenovela chicana: For take me to the sky. Lo único que entendió Tamil es que le regalaban el anillo y querían darle vueltas como a una tortilla durante dos horas por tres noches consecutivas. Le dejaron las nalgas como si le hubieran inyectado ketchup.

Tamil Nadu recibió el segundo y tercer anillo el tercer y cuarto día respectivamente. Se los estrenó con la misma inseguridad de cuando se probó su traje de quince años.

El cuarto y el quinto anillo no le provocaron sorpresas. Tamil y sus dos velocidades: la experiencia la ha hecho trabajar con la ternura de una doncella y la agresividad de una fiera en cautiverio. Cambiaba de carácter en el lecho con idéntica facilidad con que se desgarraba un sari europeizado o alternaba bruscamente movimientos de cintura (cuando danzaba). A juzgar por sus quiebres, no debía tener más de tres costillas. Cuando el hombre intentó decirle que se marchaba y jamás volvería, Tamil recuperó la misma cara cuando, en su niñez, vio cómo destripaban vacas en la TV. El decorado de la habitación de turno hizo menos traumática la despedida. Era azul completamente. Las paredes acolchadas. Almohadas que simulaban nubes y tan infladas de plumas que parecían diseñadas por Botero para sus gordas.

Esa última noche le obsequió el par de anillos restante. En una servilletita dibujó un avión y un garabato que intentó ser la silueta de un país. Para aprovecharse del decorado, pensó escribirle: Thanks, for take me to the sky. El hombre nunca supo si la reacción facial de Tamil se debió a que no recibiría más anillos o empezaba a enamorarse. Siempre ha preferido la última opción: la conquista de una mujer de la vida auspiciada por el Estado. Tamil pensaría que el hombre era dueño de una joyería o las asaltaba a menudo. Él se dejó galvanizar el nervio intangible del alma. La revista Play Boy esa noche fue un folletín.

Al día siguiente, el hombre tuvo problemas en la aduana para explicar la cobra disecada.


II

Los dedos barrieron una superficie brumosa. Luego se unieron ante algo que parecía un vestido. No. Era una cortina. Un espejo la dejó ver medio cubierta, medio desnuda. Se acercaron a los pies y desprendieron una correa de sus zapatillas. Su otra mano se acercó y ensombreció la perspectiva de la cámara uno. Se fue quitando los anillos. Los desamparó al borde de la cama como pequeños insectos polifemos. Aplicó a esta tarea su falsa soltura de abandonar y ser esperada por lo abandonado. Fue la primera vez que el hombre la vio desde su continente. A once, doce, trece mil millas de distancia, veía detalladamente lo que ella tocaba, acariciaba o cacheteaba, lo que ella apretaba, soltaba o agarraba. Deseó que el cuarto estuviera empastado de espejos.

Cuando Tamil Nadu salió del baño, el hombre la observó observar los anillos, quintuplicada una semana después de la primera noche. Cada ángulo era de una mujer distinta, hecha de polvos de azafrán, miel, paños, recuerdos y Ganges. Le dolió en cada parte de su cuerpo. De cerca, abrazarla, sin un previo ritual, era la violencia pura. Se consoló al palpar el monitor. Dedujo que se encontraba entre la franja de la distancia y el contacto de una frontera a la que jamás regresaría. Los pilotos de su memoria se declararon en huelga. (En el crepúsculo de la agonía, del orgasmo, del hielo, de la cerveza, una línea desigual en la espalda asumía su naturaleza deleznable y caótica: la hora del regreso.)

De la segunda a la tercera noche le comunicaron al hombre que el anillo veía y que todo andaba perfecto, que su equipo favorito de béisbol había ganado la serie particular ante su más cercano competidor y que pronto estrenarían la nueva temporada de su Sitcom favorito en el primetime.

El sujeto que monitoreaba la transmisión de los anillos fue expulsado. Posiblemente desaparecido. Yo le sustituí. El monitoreador le vendió al hombre la totalidad de lo grabado durante su semana en la India. El precio de cada cassette equivalía a la de una película porno usada. El hombre, en cambio, nunca supo cuándo comenzaron a rastrear al buscado. El saber podía implicarlo en situaciones desventajosas, o comprometidas preferiría decir. Prefiero decir. En dos años le darían la jubilación. Las grabaciones del hombre no eran nada importantes (o, por lo menos, las cintas en las que él estaba grabado. Todo comenzó a ser importante al concretar su misión. Precisamos: cuando encajó el quinto anillo en el pulgar de Tamil Nadu y, sentado en el avión, igualmente, se encajó los audífonos que, como mangueras hidráulicas, le llenaron el cerebro de Liszt.). El hombre llegaba dos horas previas a su horario. Pasaba por el centro de monitoreo global: una gran sala que abarca un piso (de los subterráneos). Se deslizaba con las credenciales y canas que le conferían sus años de servicio. Y siempre, bajo la manga, la vulgar excusa, ya sudada (¿cuál excusa no lo es?), de un café: “Los del sótano son mejores, más cerca del purgatorio”, decía a sus compañeros. Luego, iniciaba su perorata de chistes malos para calmar los nervios que la cafeína no encarrilaba en los primeros sorbos. Así estuvo semanas: revisando husos horarios, restando y sumando horas GMT. Al que buscaban, o quizá habrían liquidado, visitó a Tamil un martes o un miércoles después del regreso triunfal y viril del hombre. Eso escuchó (escuchamos) decir. Nunca presenciamos esas operaciones ante el monitor.

Una tarde, a dos cuadras de su apartamento, vio al otro lado de la acera a dos jóvenes con la chaqueta del Rosa del Desierto. El hombre así lo creyó. Le doy muchos beneficios, entre ellos el de la duda. Los persiguió por dos horas. La miopía, agudizada en el último invierno, lo alentó a acercárseles. Los jóvenes ingresaron a un local que parecía un restaurant de comida árabe. El hombre no encontró una excusa convincente para que lo dejasen entrar.

El hombre pasó largas horas postrado en su puff. Absorto. Se veía actuar frente a Tamil Nadu en un paroxismo que se debatía entre dos categorías posibles: lo hard narciso y lo less hard narciso, un paroxismo lleno de penurias y, sobre todo, lleno de humos. Pixelado por la pantalla de su televisor. Le salió una ampolla en la mano de tanto botonear stop, pause y play. Para regular su vanidad bebía dosis adecuadas de su cerveza favorita, a la que su esófago, paladar y tráquea estaban acostumbrados. También su lengua a pronunciar y pedir. La miró de frente y poco a poco se adentró en ese mar amarillo y gaseoso. La espuma le saltó a la cara. Sus rodillas rasparon el suelo y revolvieron siglas intimidantes que pasaron a Sopa de Letras. Un bache. En los ríos del Amazonas los hay, como si fuera una carretera Panamericana líquida. Otro bache. El hombre maneja una lancha a toda velocidad, la aguja de las millas casi gira sobre su eje. Se lanza a esas aguas amarillas. Dentro, nadando, pataleando, siente el fragor compungido de la corriente. De un continente, preferiría decir. Prefiero decir. La nave se estrella contra un islote. Una gran explosión. El hombre flota. Chapotea. En su mentón aparece una herida por la que brota sangre que en el río se dispersa y desaparece. No importa. Misión cumplida. Su misión más peligrosa. El cuartel “secreto” de ese grupito guerrillero estaba desmantelado.


Un día, las cinco cámaras grababan lugares distintos y distantes. Había una carretera. Había una calle comercial, por la que pasaban carros y, sobre todo, pasaban bicicletas. La del pulgar mostraba un cielo nebuloso, cenizo, ese lo recuerda bien. Las del meñique y anular no funcionaban. Entonces, el hombre comprendió que ya debía retirarse.


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2 En el desierto de Tengger, con su uniforme de campaña y diez años menos canoso, sus manos interpretaron funciones de viseras y yelmos. Un compañero igualmente uniformado le entrega una cajita. Extrae de su interior una cápsula. Se la lleva a la boca. Busca su cantimplora y bebe de ella. El agua reboza por su mentón. El desierto se llena de colores y se instala un safari de animales inconcebibles. Todo da vueltas. Una rosa enorme, del tamaño de un árbol, está sembrada a unos metros. Parece una rosa manipulada biológicamente. Su compañero le habla entre francés y alemán. Traducción aproximada: “Hermano, estas pastillas son lo mejor para pasar el calor”.



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