lunes, 16 de julio de 2007

Amores compartidos en Parque Central

Juan Zamora



En tiempos de adolescencia, cuando comienza a “picar por allá abajo” y surge la efervescencia hormonal, uno no lo piensa dos veces para enamorarse. Yo perdí la cuenta de las veces que aseguré estar a punto de descabezarme por cualquier fémina, sin importar que viviera en frente, estudiara conmigo, saliera en la pantalla del cine o la televisión, cantara, bailara, diera clases o me examinara la dentadura.

Recuerdo que en esa época abundaban los amores no correspondidos y en más de una ocasión, se hacía necesario compartir el objeto del deseo y la admiración, y cuando me refiero a “compartir”, es en el sentido estricto de la palabra.

Es por eso que esta historia trata de: intercambios, amores, desamores, un grupo de atorrantes recién salidos de la pubertad y un lugar común.

El sitio de reuniones fue siempre Parque Central, un conjunto residencial provisto de áreas de esparcimiento, dos niveles de locales comerciales, supermercados, teatro, cine (para aquel entonces), iglesia y museos.

Todos los días, al salir de clases, religiosamente nos trasladábamos hasta allá. En cualquiera de sus pequeñas plazas, planificábamos las “fechorías” del día; también conversábamos, sí, de amores y desamores.

Por razones de seguridad (la mía, por supuesto) los nombres de algunos personajes serán cambiados por otros más originales, de manera que en lo sucesivo, mis amigos pasaran a llamarse: Hugo, Paco y Luís. También estaba el gordo, a quien identificaremos solamente como “El Gordo”, y es que no puede haber una historia de adolescentes, incluso de universitarios o de cualquier grupo de desadaptados en donde falte un gaznápiro grueso y mofletudo.

De nuestras tropelías, puedo descargar a favor, que simplemente respondían al desenfreno y el ímpetu hormonal de cualquier adolescente. ¿Lo de compartir? ¡Todo! Hasta enamoramientos y desilusiones. Fue así como Hugo, Paco, Luís y este servidor, nos enamoramos de “Yeli”, la catirita pecosa de carita regordeta.

Después de una discusión en el patio trasero de la iglesia de Parque Central, surgió la solución salomónica, cada uno se “empataría” con ella y duraría una semana. Primero fue Hugo, yo quedé de último (claro que el gordo no participó, ¡por Dios!). Cuando otros quisieron sumarse, a “Yeli” ya no le pareció divertido y dejó de hablarnos. Rápidamente sustituimos ese “amor” por el de otra rubia que salió en la portada de la revista Playboy de diciembre del 78, Farrah Fawcett.

Las revistas, ese fue otro amor compartido, pero antes, quisiera explicar un poco la manera en que comenzamos a hacernos de ellas, sin necesidad de descontar la mesada, ni tener que destapar la lata en donde guardábamos nuestros ahorros.

Acostumbrados a entrar a uno de los supermercados de Parque Central (el más grande y famoso) para comprar pan de sándwich, un día nos dimos cuenta de que se podía salir con jugos, paquetes de galleta, queso crema y latas de jamón endiablado, sin que el personal del establecimiento llegara a enterarse siquiera de su involuntaria dadivosidad, esto dio pie a que intentáramos lo mismo en las librerías del lugar.

Los primeros intentos fueron infructuosos, pero pronto perfeccionamos la técnica de “tomar prestadas” las revistas de los estantes de dichas librerías. Las más solicitadas eran Playboy y Penthouse, y aquí es donde retomamos el tema de los amores, las hormonas y el compartir. Debido a que era imposible salir cada uno con una revista, solíamos turnárnoslas una vez por semana (¿se acuerdan de “Yeli”?).

Muchas mujeres pasaron por nuestras manos, y por debajo de los colchones, pero semejante estimulo gráfico, no hizo más que acrecentar nuestro apetito cárnico y las emisiones nocturnas, por ello, nos vimos en la necesidad de buscar “más estimulo”.

Quizás alguno de ustedes se preguntará, ¿cómo hizo el gordo para entrar al grupo?, fácil. El gordo estudiaba con nosotros, pero por su condición (de lerdo, no de gordo, ¡ojo!) nunca le habíamos parado hasta enterarnos de que vivía en Parque Central. Eso para aquel entonces era símbolo de estatus, además, su mamá trabajaba y su hermanita estudiaba en un semi-internado, razón por la cual “teníamos” (previa aceptación del gordo dentro del círculo) el apartamento a nuestra merced, y por último, la razón de mayor contundencia: el gordo tenía un “Betamax”.

Para las nuevas generaciones, un betamax era lo que ahora se conoce como un “DVD Player”, sólo que en lugar de reproducir pequeños discos grabados con láser, los dispositivos de almacenamiento eran unos cartuchos rectangulares con un rollo de cinta magnética adentro. Cuando las revistas no eran suficientes y queríamos “más estímulo”, recurríamos al betamax del gordo. Así fue como conocimos a otros tantos de esos “amores compartidos”; Linda Lovelace, Nina Hartley, Jasmine, Aja, y Ginger Lynn fueron algunos de ellos. Cuando terminaba las “sesiones educativas” que nos daban aquellas “maestras”, nos íbamos deprisa, cada uno a su casa, raudos y veloces, asuntos por resolver demandaban el apuro.

Poco a poco nos vimos sumergidos en un torbellino de emociones y sensaciones que siempre tuvieron como epicentro a la muy concurrida zona de Parque Central, y aquí es donde en realidad comienza la historia, lo del inicio corresponde a un pequeño preámbulo para que se dieran una idea de cómo eran las relaciones amorosas para aquel entonces, al menos para mí y el resto de la pandilla.

Uno de esos días, antes de comenzar a planificar acciones, llegó el gordo todo entusiasmado con una buena noticia que según él, “haría que se nos cayeran los pantalones”.

-¡Muchachos!, en el piso dos del “Tacagua”, hay un apartamento lleno de mujeres.

-¿QUÉ?- gritamos todos a la vez.

-Así mismo muchachos, hay un apartamento lleno de mujeres.

-¡Y qué con eso! – otra vez todos en coro.

-Podemos ir para allá cuando nos golpeemos o nos disloquemos el hombro o un tobillo.

-¿Por qué? – continuaba el coro.

-Porque dicen que son masajistas.

-Y de dónde sacas que esa noticia “hará que se nos caigan los pantalones” –esta vez habló solamente Hugo.

-Qué pregunta, Hugo. Es el gordo, por cualquier cosa se le caen los pantalones- respondió Luís.

Seguidamente, Paco comentó:

-Sólo hay una cosa que este gordo mamarracho y “comegalletas” mencionó, que me ha llamado poderosamente la atención.

-¿QUÉ?- de nuevo el coro.

-“Lleno de mujeres”.

-Bueno, sí, eso es algo; es decir, debe significar algo- dije, tratando de entender.

Como siempre, Hugo tomó la iniciativa y decidió que de cualquier forma y fuese lo que fuese, no perderíamos nada con investigar. El gordo aseguró conocer al vigilante de ese edificio, de modo que se comprometió a seguir con la averiguación. Ya nos traería buenas noticias (sí, “que harían caer nuestro pantalones”).

Sábado por la mañana, dos días después de aquella reunión y yo me encontraba solo recorriendo Parque Central buscando a “Casas Muertas” en la misma librería que de seguro se están imaginado. Recordé lo del “Tacagua” y decidí acercarme. En planta baja, a punto de abordar el ascensor, se encontraba parada una chica con rasgos orientales, cabello largo y negro como el ópalo, vestida con jeans, franela y unos suecos “Berkeman”. Era delgada y me traía a la mente, la imagen de una de esas “maestras” que conocimos gracias al betamax del gordo. “Mai Lin, sí, eso es… se parece a Mai Lin”, pensé y creo que hasta pronuncié en voz baja.

Salí corriendo y agarré el primer teléfono monedero que encontré, inserté una moneda y comencé a contarle a Hugo, sin comas ni puntos y todo en mayúscula. Cuando terminé, su papá me respondió que Hugo estaba en casa de su tía Brunilda, que había salido muy temprano y que quizás se quedaría allá hasta el día siguiente.

“¡Coño! A Hugo no le gusta estar en donde su tía Brunilda. Y, ¿cuándo carajo inventaran el celular?”

Me enamoré, de inmediato me enamoré. La espera se hizo eterna, fue uno de los fines de semana más largo que me había tocado vivir. El lunes, en plena formación para cantar el himno e izar la bandera, les comenté a los muchachos lo sucedido. Jamás me había parecido tan simpática la cara del gordo como ese día. Estaba casi seguro que traía buenas noticias del “Tacagua”.

Finalmente, en el tan anhelado receso, tomé al gordo por la pechera y le espeté:

-Gordo, qué averiguaste. ¿El vigilante mencionó a la china que te dije esta mañana?, ¿vive allí también?, ¡habla gordo!

Hugo, Paco y Luís me atajaron cuando ya tenía ambos pies, las dos manos y toda mi humanidad sobre el pecho del pobre gordo.

-Déjalo que hable - dijo Hugo.

-Sí muchachos, el fin de semana logré conversar con el vigilante del “Tacagua”. Me dijo que efectivamente, en el piso dos había un apartamento que se la pasaba llenito de mujeres, y que iban muchos clientes. Ahora, lo que no entendí es si se trataba de “masajes” o de “actos circenses”.

-¡Explícate gordo!- claro que todos en coro.

-Bueno, es que efectivamente me habló de masajes: “Tailandés”, “Griego”, “Inglés”, “Francés”, “Hindú”. Pero también me habló de: “Lluvia de oro”, “Polvos mágicos”, “Traga sables”, “Contorsionistas”, “Tigres saltando”, “Truco con palomas”, etc., etc., etc.

Mientras el gordo hablaba, el resto comenzábamos poco a poco a entender. No hacía falta más. Al salir de clases, nos iríamos como siempre a Parque Central, a urdir un nuevo y ambicioso plan. Por otro lado, aun continuaba allí, en mi cabeza, la imagen de la misteriosa china.

Dos días más, para que el gordo se cerciorara de que efectivamente la “china” trabajaba en ese lugar (y entendiera de qué se trataban los fulanos masajes).

-Hasta me le acerqué- ¡Desgraciado gordo!

-Si me sueltas el cuello te digo su nombre.

-Habla.

-“Petla”

-¿CÓMO?- ya ustedes saben que acostumbrábamos a hacer este tipo de preguntas o exclamaciones en coro…

-“Petla”, ¿no oyes? “Petla”, ella misma me lo dijo.

-Gordo gafo, debe ser “Petra”

-No importa - les dije –. Será “Petla”.

Y así se quedó. El plan ya estaba trazado, pero debíamos ser realistas, en esta ocasión no funcionaría el “llegar”, “tomar” y “escabullirse”. Sólo podríamos “llegar” y “tomar”, y para ello necesitábamos dinero. Era momento de destapar el pote, ese en donde guardábamos nuestros ahorros. El destino de ese dinero era el de comprar unos patines “Roller Boggie”, pero en vista de este nuevo objetivo, el sacrificio bien valdría la pena.

Otros dos días y me topé nuevamente con “Petla” en la planta baja del “Tacagua”, esta vez andábamos todos y como era de esperarse, “Petla” termino siendo otro “amor compartido”. A todos les recordaba a Mai Lin.

-¿Te acuerdas de Mai Lin?

-Paco, ya lo hemos dicho varias veces

-Pero, es que se parece burda…

-Ya lo sé

-¿Y hará las mismas cosas?

-No sé Paco, pero eso es lo que vamos a averiguar- aseguró Hugo.

-Un momento,- atajé-. Cómo es eso de que “vamos”.

-Bueno, fíjate. Ya el gordo averiguó el precio de cada sesión, y lamentablemente nos alcanza para una sola; de manera que, como a fin de cuentas, los patines eran para compartir, y el dinero que vamos a utilizar es el de los patines…

-Okey, okey, ya entendí. Pero ustedes creen que podremos “montarnos” todos a la vez. O, dividir la misma sesión en un ratito cada uno.

-Habrá que intentarlo, todos o ninguno.

-O que ella escoja- opinó el gordo.

Después de dejar al gordo metido en un pipote de basura, nos dirigimos hacia el “Tacagua”. Al llegar al apartamento y tocar el timbre, nos atendió un negro alto, gordo y tuerto con una sonrisa de tres dientes amarillos que resaltaban entre unos labios gruesos y rojos.

-¡Buenas!

-Bu...bubu... bubu...eee...naaaasss...

-Qué quieren, carajitos.

-Veve... vevenimos... poporrr un maaaaasajito...

-¡Jejé...!

Mientras terminaba de soltar la carcajada, pudimos observar hacia adentro y percatarnos de la presencia de “Petla”. La hermosa china tenía puesta un bata de seda muy corta, llevaba el cabello suelto y una sonrisa de carmín que hacía juego con la lengua del dragón que tenía bordado en la espalda de la bata. La puerta terminó de cerrarse, dejamos de escuchar la risa y la imagen de “Petla” se difuminó ante nuestra triste mirada.

El gordo llegó preguntando qué había pasado y nosotros lo regresamos a empellones al ascensor. “Por tu culpa”, le gritábamos mientras jugábamos a la papa caliente con él.

No podíamos darnos por vencidos. Saben lo obstinado que resulta ser un joven cuando se lo propone. Y el haber visto a “Petla” con aquella vestimenta tan sensual, acrecentó el enamoramiento.

Asignamos una nueva misión al gordo, se nos ocurrió que quizás el vigilante del “Tacagua” conocía a la “morcilla gigante”, de ser así, a lo mejor éste nos podría servir de intermediario. El gordo cumplió con la misión y estableció los contactos, sólo que ahora el precio había aumentado (¡Santas Comisiones!).

Nuestras mesadas no eran la gran cosa y aquel apartamento del piso dos nos parecía cada vez más cercano al penthouse. Decidimos entonces vender algunas de nuestras preciadas pertenencias: Las barajitas de Dave Parker y Mitchell Page, la revista en donde salía Farrah Fawcett medio vestida o medio desnuda (dependiendo del punto de vista de cada quien), un guante “Tamanaco” y el antifaz del Llanero Solitario (esto último no lo pudimos vender, faltó más poder de persuasión).

-¿Quién les iba a creer que de verdad era el antifaz del Llanero Solitario?

-¡CALLATE GORDO!- umjú, en coro.

-Ahora por eso, ni siquiera te voy a mostrar el anillo que posee un poder similar al de Linterna verde- le dije, llevándome la mano al bolsillo.

-¿QUÉ?- Jejé, esta vez fue sólo el gordo…

-Así como lo oyes.

-Cómo sé que no me estás mintiendo.

-No sé gordo, asunto tuyo. Es más, la única manera que tienes para averiguarlo, es aflojando cinco bolívares.

-Aquí están, pero no creas que lo hago por el anillo, sé que me estás jodiendo. A ver, trae acá el bicho ese.

Le di un aro de plástico fosforescente que me había conseguido en la calle, y el muy tonto se apartó del grupo, frotando el inútil adminículo y soplándolo. Nosotros seguimos en lo nuestro, sacando cuentas e imaginando que ya entrábamos al apartamento. En eso, Paco sentenció, “faltan cinco bolívares más, y listo”. No lo podíamos creer, tan cerca y tan lejos. Qué hacer para conseguir el resto. Qué vendíamos ahora. ¿Esperaríamos a la próxima quincena? El gordo se acercó nuevamente y poniendo cara de dinosaurio morado con panza verde nos dijo, “con estos cinco bolívares que me quedan, voy a comprar pan dulce y jugo para merendar en casa mi mami, mi hermanita y yo…”

-¡Ay! Gordo, gordito, el mejor gordo de todos los gordos- canturreo Hugo.

-¡Amiguito! – exclamó Paco.

-Gordo, ¿recuerdas aquello de “todos para uno y uno para todos”? – no recuerdo haber visto a Luís, tan zalamero como que ese día.

-Gordo, sabes que eres parte importante de este grupo- no me podía quedar atrás.

-Muy bien muchachos, imagino que lo que quieren es que ponga estos cinco bolívares, pero díganme, qué voy a conseguir a cambio.

-Está bien, gordito. No te lo queríamos decir todavía, pero ya habíamos decidido que tú irías de primero.

-¿De verdad?

-Claro gordito -aseguramos todos.

Finalmente, después de varios días y esfuerzos mancomunados, logramos marchar juntos y seguros de que alcanzaríamos la meta. Los misiles estaban listos y erguidos, pronto Hiroshima sería penetrada. Camino al campo de batalla, pasamos por la librería de siempre y entramos, le dijimos al gordo que esperara un momento; llamamos al encargado y le advertimos que el sujeto con cara de orangután trasnochado que estaba parado afuera, de seguro tenía en su morral una de las revistas propiedad de tan digna, elegante y respetable librería.

Continuamos nuestra ruta, volteando de vez en cuando para observar al gordo manoteando y tratando de explicar qué demonios hacía con una revista cuya venta estaba prohibida a menores de dieciocho años, dentro de su morral, y cómo hizo para retirarla del estante de la librería sin pasar por “go” ni pagar los doscientos…

El vigilante del “Tacagua” cobró su parte y nos hizo esperar unos minutos, luego bajó indicando que siguiéramos, tocáramos tres veces seguidas el timbre del apartamento que ya sabíamos y muy disimuladamente le entregáramos su parte a la “morcilla gigante”. Así lo hicimos y en cuestión de minutos, teníamos en frente a la deseada “Petla”, detrás de ella estaba la versión femenina del gordo pero con cara de pocos amigos (bueno, el gordo tampoco era que tenía muchos). Se puso en frente de la china y reclamó el resto del dinero que llevábamos a cuestas, se apartó y volvimos a quedar cara a cara con nuestra amada “Petla”.

Hugo, como siempre, puso de manifiesto su gran iniciativa y al no poder controlar sus ímpetus, se abalanzó sobre la pobre “Petla” llevando sus manos en forma de tenazas hacia las partes pudendas de la sorprendida china.

“La morcilla gigante” entró y de un tirón levantó a Hugo, quien estaba más blanco y tieso que una tiza. El pobre muchacho no reaccionaba, ¿y nosotros?, más cagados que un palomar. Hasta que al fin, Hugo recobró la respiración mas no la tranquilidad.

-No es “Petla”.

-¿QUÉ?

-Que no es “Petla”, es “Petlo”.

No regresamos al lugar a reclamar nuestro dinero como habíamos pensado en un principio. Lo dejamos así y no se habló más del asunto. Por el “Tacagua”, ni de refilón; buscábamos siempre la manera de bordear el área. Pasados los días, el gordo llegó con una buena noticia (adivinen).

-Muchachos, en el piso uno del “Anauco” abrieron un nuevo sitio, y hay una morenota que está como para chuparse los dedos. Parece que es brasilera y se llama “Ramouna”.

El gordo no nos volvió a hablar, hasta que se le pasó el efecto de la paliza. A manos de Hugo, llegó una película que se llamaba “Nosferatu el vampiro”, fue así como nuestra pasión cambio. A partir de ese momento, todo lo que tuviera que ver con sangre y estacas de madera... Sin embargo, nos dimos cuenta de que en esas películas, las vampiras salían siempre mostrando las piernas, y qué piernas. Recuerdo a una que nos dio por comparar con Catherine Bach (la prima Daisy, de los Dukes de Hazzard).

Después conocimos a “Dulce” y el “pare o none” decidió. Esa vez me tocó de primero, pero la regla de una semana se rompió, sólo duré medio día y me parece que a los otros no les fue mejor. El gordo consiguió novia, pero créanme que teníamos escrúpulos (y gustos medianamente selectivos). El próximo “amor compartido”, fue el de la profesora de Biología, se nos parecía a Ginger Lynn, una de las “maestras” que veíamos en el betamax del gordo (en Parque central, recuerden).

Los días pasaron como supositorio embadurnado de vaselina, y lo amores compartidos fueron y vinieron. Parque central sigue allí , aunque ya no es lo mismo. En estos días me reencontré con Luís, me dijo que el gordo lo había contactado y que al parecer, tenía una buena noticia... saltamontes borrachos comenzaron a brincar en mi estómago y un sudor frío recorrió la línea que separa una nalga de la otra, definitivamente aquellos días pasaron.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo me llamo Yeli jejeje , que risa.