lunes, 16 de julio de 2007

Putas cultas

José Urriola C.


Anselmi entra en la habitación. Otra habitación de hotel de tercera idéntica a cualquier otra habitación de tercera del mundo, en Caracas, en Kiev, en Papúa Nueva Guinea. Se descalza sin siquiera inclinarse, primero el pie izquierdo ayudando al derecho a zafarse de su prisión de cuero, el zapato que queda colgando de la punta del pie y rápida patada de kárate al vacío –viejo vicio que Anselmi cultiva desde la temprana infancia-, el zapato salta como un gato hasta caer detrás del copete de la cama. Ahora el pie derecho devuelve el favor a su compinche de la izquierda, de nuevo queda colgando el botín como un mapache moribundo aferrado a lo más roído de la media. Patada de kárate y el zapato sale proyectado, dibujando una parábola de ensueño, hacia la ventana abierta. “Mierda, mi zapato”, piensa Anselmi preocupado por la suerte de los únicos zapatos que ha traído en la maleta, pero también feliz porque hace años, siglos de verdad, que no le sale una bolea tan bonita. Se deja deslizar por la alfombra siguiendo el trayecto del botín. Se lleva las manos a la cabeza y ya está viendo el desastre cuatro pisos más abajo, la señora a la que seguramente se le descalabró el copete laqueado con un zapato caído de arriba, y el sangrero, y los transeúntes que apuntarán con sus dedos hacia la ventana abierta, y la policía que contará los pisos, apuntará las armas, desplegará efectivos por la acera y los entrepisos, y en breve derribará la puerta de la 402 de un patadón que retumbará en el edificio entero. Pero cuando Anselmi se asoma nada encaja con lo vaticinado. El zapato está allí, anclado con uñas a la cornisa. Un poquito más fuerte la patada y estaría ahorita siendo la evidencia A en el juicio por homicidio culposo del Estado contra Anselmi. Con dedos temblorosos, apelando al último arresto de su pulso de asmático fumador, estira las puntas y se aferra a una trenza. “Te agarré coño de tu madre”, se le sale en voz alta. Y apenas rescata al botín se da cuenta de que ya el zapato no le interesa, que lo que le interesa es lo que queda de fondo, borroso, allá atrás. Porque en la ventana del cuarto piso del edificio de enfrente hay una chica hermosa que se está cambiando la ropa. Se quita la camisa, se desabrocha el sostén, se mira los senos de mango tierno reflejados en el espejo. Pensará, seguramente, “quién se resiste, estoy buena, a quién no le gustaría llenarse la boca de una fruta de estas que yo cosecho”. A Anselmi casi se le escurre un hilo de saliva. Él se contentaría con un mordisquito, un toque leve con punta de lengua, apenas un roce con los dientes a un pezón de esa nena. Con tan solo olerlos y posar los labios tímidos sobre esos pechos tiernos Anselmi se sentiría vivo. Qué vivo, Anselmi le encontraría sentido a la vida. Levanta el teléfono sin despegar los ojos de la ventana, sin dejar de ver a la diosa que se prueba camisa tras camisa, que cambia de sostén, que se mira los senos de perfil, de frente, inclinadita hacia adelante, que se pone de espaldas y ahora gira la cabeza con un movimiento de melena que le sacude los rizos negros. Anselmi casi eyacula de tan solo imaginar esos pelos dentro de su puño, el olor de ese champú. Repica cuatro, cinco veces, atiende al otro lado Ochoa, el camarógrafo que siempre le acompaña en estos reportajes. “Ochoa, vente para mi habitación ya, es importante”. Y antes de colgar agrega: “si quieres te traes la cámara”. Ochoa llega en menos de dos minutos. Se viene corriendo como un chiquito desde la 514, en la otra ala del piso 5, salta los escalones de tres en tres. Trae la cámara colgando del cuello.

Anselmi apaga la luz, susurra, toma por el hombro a Ochoa: “mira aquella ventana de enfrente, la del cuarto piso. Allí, coño, sigue mi dedo. Vale, mira bien, no pestañees y espera”. A los pocos segundos entra otra mujer; ésta es rubia y de pelo corto. Igual de buena, piensa Anselmi, igualita de guapa pero otro estilo. La rubia se quita el vestido, se agacha para mostrar su formidable grupa delineada por una minúscula tanga negra, busca algo en una gaveta inferior. “Tremendo culo se gasta esa hembra, compadre”, grita Ochoa, o no lo grita, es que Ochoa habla así, siempre, hasta cuando está solo; pero no se da cuenta. Anselmi ni contesta, ni siquiera se ríe por compromiso como hace cada vez que algo le abochorna. Él se contentaría con acostarla bocabajo y utilizar esas nalgas de almohada. No pediría más, no osaría ni siquiera profanar ese culo magnífico con sus dedos gordezuelos. Anselmi sólo quisiera dormir sobre él, literalmente.

La noche transcurre y Anselmi y Ochoa no duermen, no comen, no hablan. Continúan, como dos niños, arrodillados, con las manitas asomadas por el marco, con la nariz apoyada del quicio y los ojos muy abiertos. Entran y salen mujeres que se empelotan, rebotan sus carnes frente al espejo, se cambian los sostenes, suben y bajan medias, se enfundan en sus pantaletitas, se acomodan las curvas, dan saltitos. Se visten de nuevo con trajes diminutos que de tan chiquitos perfectamente se podrían ahorrar. Morenas altas de traseros respingones, diosas blancas de cabellos negros, chiquitas macizas de generosas caderas, rubias de piel tostada y hasta dos chinas –o eso creyó Anselmi, que por lo menos pasaron dos chinas-. Ochoa lo ve todo a través de la lente, ya no mira la vida en vivo y directo. Él necesita filtrarlo todo por el visor de la cámara. A través de su teleobjetivo él ve mejor que a pepa de ojo. Y de pronto rompe el silencio, se atreve a ir más allá de las risitas nerviosas que desde hace horas intercambian:

-Mira papá, yo te voy a decir una vaina. Estamos claros que esto tiene que tratarse de un burdel, porque ese mujerero en pelota o medio desnuda no puede ser otra cosa. Pero estas putas son rarísimas, porque si te fijas bien en el fondo, lo que tienen detrás de ellas… son libros. Libros o enciclopedias.

-No me jodas, Ochoa ¿cómo que unas putas con libros?

Ochoa no responde, por toda respuesta se descuelga la cámara y se la pasa a Anselmi. Le hace un gesto con la boca como diciendo: mátate por tu propia vista. Anselmi se asoma por el visor y hace foco con el teleobjetivo. Y sí, más allá de las suculentas carnes, los libros. Libros gruesos, grandes, de esos forrados en piel, en terciopelo naranja, en gamuza verde, enciclopedias de lomos mostaza y letras doradas. Todas las paredes hasta el techo forradas de libros. Ese burdel es una biblioteca.

Anselmi y Ochoa se pasan la noche fumando, espiando por la ventana, inventando las historias de ese lugar donde habitan las putas cultas. Ingenian un menú para los clientes. Sexo oral y declamación de cuatro poemas de Machado: 2 mil. Sexo oral, coito en dos posiciones y posterior discusión sobre el rizoma de Deleuze y Guattari: 5 mil. El tour completo, il giro, la vuelta al mundo en 80 posiciones y lectura de obras selectas de Bioy Casares: 30 mil.

Y así, hasta que amanece. Tocan a la puerta. Afuera se escuchan taconeos rabiosos, voces agudas de mujer brava. Anselmi abre la puerta aún en medias. Son las chicas del burdel de enfrente. Las putas cultas que vienen armadas.

-Son ustedes los miserables que se pasaron la noche entera espiándonos por la ventana, ¿verdad?

-Señoritas, somos periodistas. Disculpen, pero es una especie de deformación profesional.

-Deformes y dentro de una maleta van a quedar si no aceptan el trato que venimos a ofrecerles. Nosotras también los estuvimos espiando anoche, sabemos del menú que andan inventando para sus llamadas Putas Cultas. Lo queremos completo, una carta con una oferta de 200 variantes sexuales combinadas con 200 títulos selectos de literatura universal. Ustedes se encargarán de crear el menú y de probar los platos, uno a uno, con nosotras antes de ofrecerlo a la clientela. El 70% de la ganancia es nuestra, el resto es para ustedes. Escojan: eso o la maleta.

Ochoa –que siempre fue más macho- se rehusó a ser sometido por una pandilla de mujeres histéricas. Acabó dentro de la maleta de Anselmi. Todito él, rebanado en finos trozos, pero sin la cámara. Anselmi, en cambio, estuvo de acuerdo. Cuando dijo “sí, acepto” casi ni se le entendió, tenía la boca hecha agua.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Colpo di scena. Esto si que no me lo esperaba.

Anónimo dijo...

Jajaja, bonita proyeccion del macho vernaculo venezolano promedio. Pobre Ochoa, Fucking Anselmi. 10/10

Olalla dijo...

Es muy bueno esto,Jose. Porque es verdad, siempre hay dos opciones.

Anónimo dijo...

El hecho de que las niñitas estuvieran rodeadas de libros, para mí, lo hace aun más atrevido...

Mujeres bellas, cultas, y aparte trabajadoras del sexo... supongo que muchos habran fantaseado con eso alguna vez...

Fantasía, realidad, fitción, o simplemente mucha imaginación...

Bravo José
nuevamente alucino con los textos...

Anónimo dijo...

Que bueno!