lunes, 16 de julio de 2007

Desayuno en El Alamo

Fedosy Santaella



Una discoteca que se llame La Galaxia, debería ser algo así como una versión atroz de aquel bar de Star Wars. Un bar cósmico donde se reúnen todos los maleantes feos de las razas más feas del Universo, mezclados con las putas más versátiles concebidas en el hambre añeja de los hombres, cielo platónico de los burdeles: putas con la cabeza plana para poner el vaso mientras te hacen la felación, putas orejonas para agarrarse y cabalgar a fondo mientras le haces el perrito, putas con espejo retrovisor para evitar un contra ataque, putas con tetas múltiples e inflables según los gustos, putas con lenguas en la vagina, putas con ano lubricado, putas siamesas auto-lésbicas, y putas polimorfas que se convierten en la puta de tus sueños…

La excelsa discoteca La Galaxia, en Puerto Cabello, cumplía con los requisitos deseados para los patrones del planeta Tierra, pero además aportaba de su propia creatividad, superando en el campo humano, la imaginación galáctica de cualquier George Lucas de la pornografía. Pues este negocio cosmopolita, del cual los porteños estábamos orgullosos, alojó en una ocasión un personaje mítico de la cultura nacional.

Estamos hablando del único, del incomparable, del hombre de la nariz perdida, del astro de la melena en hilachas, del ídolo de las eternas franelillas, la gloria del rock and roll nacional, el Ranxerox venezolano, nada más y nada menos que de Trino José Mora García, mejor conocido como Trino Mora.

Vladimir y yo recién habíamos llegado con seis putas de El Alamo, cuando lo vimos. Ahí estaba, en la primera barra, anclado en el piso con todo su poder de gran hombre, las piernas abiertas como un mítico vaquero, el trago en la mano, la melena suelta y la dureza en el rostro. Lo rodeaban algún gordito con spoiler mental, y algún negro de barrio, pendenciero y bebedor.

Los vimos de golpe, de un modo contundente y claro, pero fugaz y despreocupado, como todo carajo que acaba de llegar a una discoteca directo de un burdel, y acompañado de una banda de putas alborotadas; nuestras divinas mujeres de El Alamo, a las que habíamos traído en mi Renault 11, apretujadas, borrachas, pero felices de poder seguir la rumba fuera del lenocinio. Tal era nuestro aporte a la exótica variedad de La Galaxia: cinco putas caníbales (la mía no contaba), dispuestas a tragarse vivo al primer incauto que les siguiera brindando whisky y perico.

Milagros y Lorena, par de rubias falsas, altas, delgadas y muy ricas corrieron a meterse lo suyo en el baño. Zafiro, una morena de bemba carnosa fue a sacudirle las tetas al dueño de La Galaxia. La desgastada María Luisa dio tumbos por los lados de la primera barra, y no pasaron treinta segundos cuando tropezó con alguien y le tumbó el trago. Vladimir, como siempre, se apuró tras el culo de la elegida para la ocasión, Caripito, una morena salvaje que tenía toda la pinta de poseer un furor uterino enloquecedor. Y yo me fui a sentar en alguna de las esquinas más oscuras, donde pudiera meterle la mano por debajo de la minifalda a mi novia Beatriz, mientras me echaba un buen trago de ruso negro.

Beatriz y yo sosteníamos un bello romance, lleno de la más enternecedora fidelidad. Nuestro amor era tal, que éramos capaces de hacer sacrificios impensables. Por ejemplo, si yo llegaba al burdel una noche, y ella se encontraba desocupada, entonces se dedicaba a mí y se privaba de ganar plata en esa jornada (éramos novios, Beatriz no me cobraba). Pero si acaso yo llegaba y ella ya tenía compañía, yo debía irme, para que mi amada pudiera trabajar en paz, sin remordimiento alguno. Así de hermoso era nuestro romance.

Aquella madrugada, como todas en las que nos íbamos a seguir la rumba en la discoteca La Galaxia, ella era de mí y yo era de ella, y cuando nos cansáramos de beber, de escuchar ruido y de ver gente, nos iríamos a su habitación de El Alamo a hacer las más sabrosas cochinadas del planeta.

Los asuntos serios del mundo están sostenidos sobre los seguros andamios de la costumbre, y como nuestro amor era muy serio, aquella noche no hubo variaciones sobre el tema. Es decir, ya hartos de beber y de escuchar los tambores de la jungla humana, le dije a mi Beatriz vámonos mami, y nos fuimos, dejando atrás a Vladimir, arrinconado con Caripito, y a las otras muchachas, que ya le chupaban la sangre, la bolsa y la vida a los infelices de turno, que se engañaban haciéndose a la idea de que más tarde recibirían una chupada más prometedora y placentera.

Apenas llegamos a El Alamo, nos metimos al cuarto, nos desnudamos y yo me puse a hacer lo que haría cualquier enamorado de unas nalgas tan descomunales como las que tenía aquella puta chaparrita pero divina. Y ella, ninfómana agravada por el perico, propiciaba cualquier invento mío que se relacionara con sus nalgas poderosas, sus piernas indiscutibles o cualquier parte de su cuerpo pequeño pero abundante en curvas y apretado de carnes.

Así estuvimos hasta que el sol tomó por asalto el cuarto y nos vimos obligados a meternos bajo las sábanas para escondernos de su luz inclemente.

En algún momento, me quedé dormido sobre las nalgotas de mi novia, y también en algún momento, lejano del primero, me desperté y ella no estaba a mi lado. Supuse que estaría, como era su costumbre, fumando bazuco afuera, en la salita de los cuartos. Así que me quedé en la cama un rato, deseando que alguna de sus compañeras, drogada y birrionda, se me metiera en la cama; sueño por demás imposible, porque el sofá donde Beatriz fumaba con las otras, estaba ubicado contra la pared de su cuarto, justo al lado de la puerta, vigilada sin tregua por su mirada de puta enamorada.

Aburrido de estar en la pieza y una vez más decepcionado ante la contundente evidencia de que ninguna muchachona iba a entrar a echarme una mamada, me puse el pantalón y la camisa y salí. Debía ser como la una de la tarde, y yo tenía ganas de un buen desayuno tardío.

Tal como era de esperar, Beatriz estaba en el sofá fumando bazuco con otras tres. Saludé de pasada, y seguí hacia la sala de las mesas nocturnas, que ahora cumplía su diurna misión de comedor para clientes amanecidos y cumplidas muchachas.

Anhelaba yo una sopa reponedora, de esas que cocinaba el marico Ulises, guardián, barman, cocinero del burdel y mano derecha del dueño, el maricón mayor, un goajiro peligroso de nombre Antonio José, y que seguramente se encontraba durmiendo con algún negro gigante en la casa de al lado, fortificación desde la que dominaba sus lascivos predios.

Al entrar en la sala, me encontré en una de las mesas a María Luisa, la puta más borracha, periquera y atorrante de El Alamo; la misma que la noche anterior, muy a mi pesar, se coleó en mi Renault 11 a la hora de emprender el viaje a la discoteca, y que, apenas entró a La Galaxia, le tumbó un trago a un carajo.

Quizás en sus mejores años, María Luisa fue una mujer atractiva. Tenía tamaño y buena caballera, y entre tanta carne floja, se le adivinaba un cuerpo de pasado atractivo. Pero ahora, después de tanto barranco, María Luisa parecía una loca de carretera. Tanto así, que se vendía barato, con todos los platos incluidos y hasta la hora que a uno mejor le pareciera, es decir, hasta que el cliente se hastiara de tanta locura o se percatara del horror que había cometido.

Pero ver a María Luisa fue lo de menos. Ella vivía allí, allí trabajaba, y allí desayunaba las sopas de Ulises. Lo que resultó llamativo fue la presencia, al otro lado de la mesa, de Trino Mora. Y si Trino Mora se hallaba sentado frente a María Luisa, tomando sopa, eso sólo quería decir que había pasado la noche en su cama, sobre su cuerpo y su cara desencajada, calándose sus impertinencias de cocainómana.

Aunque aquel personaje me llamó la atención de entrada, pensé -tal como también lo pienso hoy- que el asunto no era para sorprenderse. No se trataba de El Papa, sino de Trino Mora, el hombre de la nariz en fuga, de las cirugías fallidas, de los mechones de cadáver. Es más, hasta hacían buena pareja, el Trino y ella.

Así que pasé junto a ellos, como si nada, gruñendo un saludo, y me fui a buscar mi sopa. La cocina se hallaba separada de la zona de trabajo y de los cuartos. Para llegar, había que atravesar un patio pequeño y entrar en un cuartucho donde Ulises, escuchando salsa barata a todo volumen, se desgañitaba y fumaba, feliz de la vida, dándole vuelta al menjurje, pero dispuesto a seguir la fiesta y a ponerse su tanga atigrada y a montarse en el carro del primero que se atreviera a llevarlo de paseo a la playa.

-¿Viste quién está allá adentro? –dijo el muy chismoso.

-Sí, la momia del rock and roll.

-¡Ay, chico, no seas malo!

Yo recibí un plato sobre el que reposaba un bol sopero echando humo.

-Pero viste que pasó la noche con María Luisa –siguió Ulises.

Yo me limité a afirmar con la cabeza y a soplar la sopa.

-¡Ay no, qué decadencia! –completó.

Yo solté un “je” desganado, di la media vuelta y me fui para otra parte, es decir, a la sala donde bebían sopa María Luisa y Trino Mora.

Tomé asiento en una mesa que se encontraba cerca de ellos, y sorbí mi caldo en silencio. Con ese permiso neutro que otorga la resaca y la acción de tomar una sopa caliente, dejé caer mis ojos desinteresados sobre la pareja. Ellos, también atontados por los excesos nocturnos, se mantenían en silencio. Ver a María Luisa tan callada, era toda una bendición. Por lo general, andaba empericada, barbotando sandeces y groserías sobre los hastiados oídos de sus víctimas.

Así que yo los estaba mirando sin quererlos mirar, cuando algo cayó desde la boca de María Luisa a su plato de sopa.

Trino Mora y yo dejamos de tomar el caldito, y nos quedamos viendo a María Luisa. Ella movió las comisuras de los labios y mostró una sonrisa donde faltaba uno de los incisivos superiores.

Entonces la mujer soltó una risita traviesa y al mismo tiempo apenada, y metió los dedos en la sopa. Al sentir el calor, alzó la mano de golpe. Unas gotas de sopa fueron a dar a la cara de Trino Mora, pero éste, duro y caballero, no reaccionó. María Luisa volvió a meter los dedos en la sopa y se quemó otra vez, pero ahí mismo mentó la madre y, como si hubiera dicho un conjuro protector, empezó a hurgar en el caliente líquido como si nada. Finalmente, sacó una pelotica de color indefinido, y se la mostró a Trino Mora.

-Es un chicle -dijo la mujer-. Lo aplano, lo moldeo bien, me lo pongo en el hueco y listo.

Trino Mora asintió con la cabeza, aún con la cuchara suspendida entre el plato y su boca. Entonces María Luisa comenzó a aplastar el chicle con ambas manos, intentando darle forma de incisivo superior.

Una vez que se dio por satisfecha, se metió el chicle en el hueco de la dentadura, y, haciendo una gran sonrisa, dijo “ya está, otra vez tengo diente”.

Trino Mora volvió a asentir con la cabeza, buscó una servilleta de papel y se limpió el rostro con mucha calma.

María Luisa volvió a tomar sopa, Trino Mora la siguió.

Yo también regresé a lo mío, pero a la tercera cucharada me acordé del chicle y del hueco; más del hueco que del chicle, y me dieron ganas de vomitar.

Aparté los platos, me puse de pie y caminé hasta la salita de los cuartos. Allí, en el sofá, Beatriz y sus amigas seguían fumando bazuco.

Me metí al cuarto y me acosté. Al rato, tuve una erección involuntaria y empecé a toquetearme. Me entretenía en eso, cuando pensé otra vez en el hueco del incisivo. Aquella imagen ya me iba a echar a perder la diversión, pero justo en ese momento entró Beatriz, dijo “hola papi”, y se metió en la cama.


http://www.fedosysantaella.blogspot.com/

5 comentarios:

Unknown dijo...

Cadencia. Sinuosa, exhuberante. Y un uso sonoro, musical de las palabras. Hacen que la sordidez del relato en realidad sea poseída de una luminosidad meridiana y clínica.
Me gusta, digo.

carloszerpa dijo...

Un par de interrogantes
¿Cómo y por que terminaste tu noviazgo con Beatriz?
¿Se casó ella luego con Trino Mora… es su actual esposa?

Fedosy Santaella dijo...

cónchale, Carlos, esas cosas no se preguntan.

Anónimo dijo...

vaya buen relato. Me ha encantado.

Unknown dijo...

Veeeeerga!! demasiado bueno, relato digno de aparecer en la crónica de la ciudad. ¡Felicitaciones! Merece una segunda parte u otro dedicado al 4:40