lunes, 16 de julio de 2007

Entre el golpe y la caricia




Era un día más en la Planta Nuclear de los Temibles Andropov, un día normal y corriente dentro de lo anormal y poco corriente que ahora es todo. Se marca tarjeta a las 4 de la madrugada y se trabaja hasta las 10 de la noche, entre las 12 y las 12:15 se puede comer –si se te pasa ese cuarto de hora no comes-, no se puede conversar con los colegas, está prohibido reír, pero sobre todas las cosas no se puede nombrar a los Chang. Al final del día se sacan las cuentas de los millones de rublos que se han ganado y que se depositan directamente en la cuenta privada de los Andropov. A los trabajadores se les dan las fichas para que puedan pasar al patio a hacer la cola para recoger un pedazo de pan hecho anteayer, una botella de leche y un atado de tabaco (lo bueno, si no fumas, es que lo puedes cambiar o vender; pero que no te vean porque si lo hacen vas castigado y pasas la noche entera encadenado a una turbina dentro del reactor encendido). En eso tocaron a la ventanilla de vidrio blindado y cuando levantamos la cabeza para ver quién golpeaba, el primer pensamiento que se nos vino a la cabeza es que nos habíamos muerto porque esos eran un par de ángeles que nos habían venido a buscar. Abrimos la compuerta de seguridad y entraron dos diosas eslavas, Yelena y Oxana se llamaban. Que necesitaban trabajo, que harían cualquier cosa, que estaban dispuestas a todo. Y cuando decían a todo era a todo.

Justo cuando nosotros estábamos negociando qué se podía hacer a cambio de dos atados de tabaco, medio pan duro y tres cuartos de botella de leche entraron los terribles Andropov en persona. Estalló una discusión entre todos los presentes, excepto nosotros dos que era como si no existiéramos. Se gritaron en ruso. Se insultaron en ruso. Se rieron en ruso. Acordaron algo. Salieron al patio.

-¿Qué pasó, Fedosy, entendiste algo? Tú que tus antepasados vienen de por allá.

-Yo creo que entendí mal, porque lo que capté fue rarísimo, palabras sueltas: container, masajistas, mujeres, muchas.

Volvieron los Andropov y nos mandaron a salir para echar una mano en el estacionamiento. Un enorme container estaba en el centro del asfalto como si lo hubieran lanzado desde el cielo, rodeado de bombas viejas sin explotar, de desechos radiactivos, metales fundidos. Decenas de trabajadores de la planta nuclear forcejeaban con las cerraduras, intentaban con sopletes abrir la enorme caja metálica. Había un brillo especial en los ojos de los hombres, una pasión por destapar lo que había allí adentro. Como si la fuerza misma de la vida dependiera de lo que fuera se escondía en su interior. Se frotaban las manos, se sorbían la saliva, sonreían con malicia, se acomodaban la entrepierna bajo el pantalón. Hasta que cedió una de las caras del gran container y comenzaron a saltar de adentro mujeres.

Nenas checas, diosas bosnias, angelitas ucranianas, hermosuras polacas, princesitas rusas, muñecas eslavas de todos los tamaños y sabores, y dos chinas. Dos chinas preciosas a quienes la última vez que habíamos visto estaban modelando ropa interior en la Pantaletería de las hermanas Chang. Las hermanas Chang nos hicieron un guiño con el ojo, una sonrisita demoníaca y profirieron un grito de batalla. En eso comenzaron a salir más y más mujeres del container, armadas de ametralladoras, granadas, fusiles, espadas, bayonetas, ballestas. La lucha duró poco. El golpe de las mujeres bravas fue demoledor. En pocos segundos tenían a todo el personal de la planta nuclear maniatado y amordazado. Incluyéndonos. Con el rabillo del ojo logramos ver a los terribles Andropov huir por un boquete bajo la cerca. Parecían perros callejeros apaleados. Tratamos de dar la voz de alerta, de llamar la atención de las hermanas Chang, pero las mordazas estaban muy apretadas. Y a las hermanas, además, se les llenaba la cara de un placer inocultable al vernos gemir desesperados y sometidos a su entera disposición.

-Desaten a estos dos. Los vamos a necesitar -ordenaron las chinas a sus fieras eslavas-. A partir de este momento se acaba la mano dura de los terribles Andropov… y se instaura el tacto sublime de las masajistas Chang. Vamos, chicas, manos a la obra.

Fedosy Santaella y José Urriola (más que masajistas, masajeados).

Los hermanos Chang presentan...

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Esperamos verlos por allá




Desayuno en El Alamo

Fedosy Santaella



Una discoteca que se llame La Galaxia, debería ser algo así como una versión atroz de aquel bar de Star Wars. Un bar cósmico donde se reúnen todos los maleantes feos de las razas más feas del Universo, mezclados con las putas más versátiles concebidas en el hambre añeja de los hombres, cielo platónico de los burdeles: putas con la cabeza plana para poner el vaso mientras te hacen la felación, putas orejonas para agarrarse y cabalgar a fondo mientras le haces el perrito, putas con espejo retrovisor para evitar un contra ataque, putas con tetas múltiples e inflables según los gustos, putas con lenguas en la vagina, putas con ano lubricado, putas siamesas auto-lésbicas, y putas polimorfas que se convierten en la puta de tus sueños…

La excelsa discoteca La Galaxia, en Puerto Cabello, cumplía con los requisitos deseados para los patrones del planeta Tierra, pero además aportaba de su propia creatividad, superando en el campo humano, la imaginación galáctica de cualquier George Lucas de la pornografía. Pues este negocio cosmopolita, del cual los porteños estábamos orgullosos, alojó en una ocasión un personaje mítico de la cultura nacional.

Estamos hablando del único, del incomparable, del hombre de la nariz perdida, del astro de la melena en hilachas, del ídolo de las eternas franelillas, la gloria del rock and roll nacional, el Ranxerox venezolano, nada más y nada menos que de Trino José Mora García, mejor conocido como Trino Mora.

Vladimir y yo recién habíamos llegado con seis putas de El Alamo, cuando lo vimos. Ahí estaba, en la primera barra, anclado en el piso con todo su poder de gran hombre, las piernas abiertas como un mítico vaquero, el trago en la mano, la melena suelta y la dureza en el rostro. Lo rodeaban algún gordito con spoiler mental, y algún negro de barrio, pendenciero y bebedor.

Los vimos de golpe, de un modo contundente y claro, pero fugaz y despreocupado, como todo carajo que acaba de llegar a una discoteca directo de un burdel, y acompañado de una banda de putas alborotadas; nuestras divinas mujeres de El Alamo, a las que habíamos traído en mi Renault 11, apretujadas, borrachas, pero felices de poder seguir la rumba fuera del lenocinio. Tal era nuestro aporte a la exótica variedad de La Galaxia: cinco putas caníbales (la mía no contaba), dispuestas a tragarse vivo al primer incauto que les siguiera brindando whisky y perico.

Milagros y Lorena, par de rubias falsas, altas, delgadas y muy ricas corrieron a meterse lo suyo en el baño. Zafiro, una morena de bemba carnosa fue a sacudirle las tetas al dueño de La Galaxia. La desgastada María Luisa dio tumbos por los lados de la primera barra, y no pasaron treinta segundos cuando tropezó con alguien y le tumbó el trago. Vladimir, como siempre, se apuró tras el culo de la elegida para la ocasión, Caripito, una morena salvaje que tenía toda la pinta de poseer un furor uterino enloquecedor. Y yo me fui a sentar en alguna de las esquinas más oscuras, donde pudiera meterle la mano por debajo de la minifalda a mi novia Beatriz, mientras me echaba un buen trago de ruso negro.

Beatriz y yo sosteníamos un bello romance, lleno de la más enternecedora fidelidad. Nuestro amor era tal, que éramos capaces de hacer sacrificios impensables. Por ejemplo, si yo llegaba al burdel una noche, y ella se encontraba desocupada, entonces se dedicaba a mí y se privaba de ganar plata en esa jornada (éramos novios, Beatriz no me cobraba). Pero si acaso yo llegaba y ella ya tenía compañía, yo debía irme, para que mi amada pudiera trabajar en paz, sin remordimiento alguno. Así de hermoso era nuestro romance.

Aquella madrugada, como todas en las que nos íbamos a seguir la rumba en la discoteca La Galaxia, ella era de mí y yo era de ella, y cuando nos cansáramos de beber, de escuchar ruido y de ver gente, nos iríamos a su habitación de El Alamo a hacer las más sabrosas cochinadas del planeta.

Los asuntos serios del mundo están sostenidos sobre los seguros andamios de la costumbre, y como nuestro amor era muy serio, aquella noche no hubo variaciones sobre el tema. Es decir, ya hartos de beber y de escuchar los tambores de la jungla humana, le dije a mi Beatriz vámonos mami, y nos fuimos, dejando atrás a Vladimir, arrinconado con Caripito, y a las otras muchachas, que ya le chupaban la sangre, la bolsa y la vida a los infelices de turno, que se engañaban haciéndose a la idea de que más tarde recibirían una chupada más prometedora y placentera.

Apenas llegamos a El Alamo, nos metimos al cuarto, nos desnudamos y yo me puse a hacer lo que haría cualquier enamorado de unas nalgas tan descomunales como las que tenía aquella puta chaparrita pero divina. Y ella, ninfómana agravada por el perico, propiciaba cualquier invento mío que se relacionara con sus nalgas poderosas, sus piernas indiscutibles o cualquier parte de su cuerpo pequeño pero abundante en curvas y apretado de carnes.

Así estuvimos hasta que el sol tomó por asalto el cuarto y nos vimos obligados a meternos bajo las sábanas para escondernos de su luz inclemente.

En algún momento, me quedé dormido sobre las nalgotas de mi novia, y también en algún momento, lejano del primero, me desperté y ella no estaba a mi lado. Supuse que estaría, como era su costumbre, fumando bazuco afuera, en la salita de los cuartos. Así que me quedé en la cama un rato, deseando que alguna de sus compañeras, drogada y birrionda, se me metiera en la cama; sueño por demás imposible, porque el sofá donde Beatriz fumaba con las otras, estaba ubicado contra la pared de su cuarto, justo al lado de la puerta, vigilada sin tregua por su mirada de puta enamorada.

Aburrido de estar en la pieza y una vez más decepcionado ante la contundente evidencia de que ninguna muchachona iba a entrar a echarme una mamada, me puse el pantalón y la camisa y salí. Debía ser como la una de la tarde, y yo tenía ganas de un buen desayuno tardío.

Tal como era de esperar, Beatriz estaba en el sofá fumando bazuco con otras tres. Saludé de pasada, y seguí hacia la sala de las mesas nocturnas, que ahora cumplía su diurna misión de comedor para clientes amanecidos y cumplidas muchachas.

Anhelaba yo una sopa reponedora, de esas que cocinaba el marico Ulises, guardián, barman, cocinero del burdel y mano derecha del dueño, el maricón mayor, un goajiro peligroso de nombre Antonio José, y que seguramente se encontraba durmiendo con algún negro gigante en la casa de al lado, fortificación desde la que dominaba sus lascivos predios.

Al entrar en la sala, me encontré en una de las mesas a María Luisa, la puta más borracha, periquera y atorrante de El Alamo; la misma que la noche anterior, muy a mi pesar, se coleó en mi Renault 11 a la hora de emprender el viaje a la discoteca, y que, apenas entró a La Galaxia, le tumbó un trago a un carajo.

Quizás en sus mejores años, María Luisa fue una mujer atractiva. Tenía tamaño y buena caballera, y entre tanta carne floja, se le adivinaba un cuerpo de pasado atractivo. Pero ahora, después de tanto barranco, María Luisa parecía una loca de carretera. Tanto así, que se vendía barato, con todos los platos incluidos y hasta la hora que a uno mejor le pareciera, es decir, hasta que el cliente se hastiara de tanta locura o se percatara del horror que había cometido.

Pero ver a María Luisa fue lo de menos. Ella vivía allí, allí trabajaba, y allí desayunaba las sopas de Ulises. Lo que resultó llamativo fue la presencia, al otro lado de la mesa, de Trino Mora. Y si Trino Mora se hallaba sentado frente a María Luisa, tomando sopa, eso sólo quería decir que había pasado la noche en su cama, sobre su cuerpo y su cara desencajada, calándose sus impertinencias de cocainómana.

Aunque aquel personaje me llamó la atención de entrada, pensé -tal como también lo pienso hoy- que el asunto no era para sorprenderse. No se trataba de El Papa, sino de Trino Mora, el hombre de la nariz en fuga, de las cirugías fallidas, de los mechones de cadáver. Es más, hasta hacían buena pareja, el Trino y ella.

Así que pasé junto a ellos, como si nada, gruñendo un saludo, y me fui a buscar mi sopa. La cocina se hallaba separada de la zona de trabajo y de los cuartos. Para llegar, había que atravesar un patio pequeño y entrar en un cuartucho donde Ulises, escuchando salsa barata a todo volumen, se desgañitaba y fumaba, feliz de la vida, dándole vuelta al menjurje, pero dispuesto a seguir la fiesta y a ponerse su tanga atigrada y a montarse en el carro del primero que se atreviera a llevarlo de paseo a la playa.

-¿Viste quién está allá adentro? –dijo el muy chismoso.

-Sí, la momia del rock and roll.

-¡Ay, chico, no seas malo!

Yo recibí un plato sobre el que reposaba un bol sopero echando humo.

-Pero viste que pasó la noche con María Luisa –siguió Ulises.

Yo me limité a afirmar con la cabeza y a soplar la sopa.

-¡Ay no, qué decadencia! –completó.

Yo solté un “je” desganado, di la media vuelta y me fui para otra parte, es decir, a la sala donde bebían sopa María Luisa y Trino Mora.

Tomé asiento en una mesa que se encontraba cerca de ellos, y sorbí mi caldo en silencio. Con ese permiso neutro que otorga la resaca y la acción de tomar una sopa caliente, dejé caer mis ojos desinteresados sobre la pareja. Ellos, también atontados por los excesos nocturnos, se mantenían en silencio. Ver a María Luisa tan callada, era toda una bendición. Por lo general, andaba empericada, barbotando sandeces y groserías sobre los hastiados oídos de sus víctimas.

Así que yo los estaba mirando sin quererlos mirar, cuando algo cayó desde la boca de María Luisa a su plato de sopa.

Trino Mora y yo dejamos de tomar el caldito, y nos quedamos viendo a María Luisa. Ella movió las comisuras de los labios y mostró una sonrisa donde faltaba uno de los incisivos superiores.

Entonces la mujer soltó una risita traviesa y al mismo tiempo apenada, y metió los dedos en la sopa. Al sentir el calor, alzó la mano de golpe. Unas gotas de sopa fueron a dar a la cara de Trino Mora, pero éste, duro y caballero, no reaccionó. María Luisa volvió a meter los dedos en la sopa y se quemó otra vez, pero ahí mismo mentó la madre y, como si hubiera dicho un conjuro protector, empezó a hurgar en el caliente líquido como si nada. Finalmente, sacó una pelotica de color indefinido, y se la mostró a Trino Mora.

-Es un chicle -dijo la mujer-. Lo aplano, lo moldeo bien, me lo pongo en el hueco y listo.

Trino Mora asintió con la cabeza, aún con la cuchara suspendida entre el plato y su boca. Entonces María Luisa comenzó a aplastar el chicle con ambas manos, intentando darle forma de incisivo superior.

Una vez que se dio por satisfecha, se metió el chicle en el hueco de la dentadura, y, haciendo una gran sonrisa, dijo “ya está, otra vez tengo diente”.

Trino Mora volvió a asentir con la cabeza, buscó una servilleta de papel y se limpió el rostro con mucha calma.

María Luisa volvió a tomar sopa, Trino Mora la siguió.

Yo también regresé a lo mío, pero a la tercera cucharada me acordé del chicle y del hueco; más del hueco que del chicle, y me dieron ganas de vomitar.

Aparté los platos, me puse de pie y caminé hasta la salita de los cuartos. Allí, en el sofá, Beatriz y sus amigas seguían fumando bazuco.

Me metí al cuarto y me acosté. Al rato, tuve una erección involuntaria y empecé a toquetearme. Me entretenía en eso, cuando pensé otra vez en el hueco del incisivo. Aquella imagen ya me iba a echar a perder la diversión, pero justo en ese momento entró Beatriz, dijo “hola papi”, y se metió en la cama.


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Rock de la cárcel (con Trino)







Consuelo, entre cielo y suelo

Julieta Bethencourt


La divina providencia se encargaría solita, dotándola de piadosas virtudes. Se llamaba Consuelo, y estaría llamada desde su nacimiento a ser portadora de innumerables bienaventuranzas. Tal que estaría destinada para ser el consuelo de los cristianos de día, y consuelo de los afligidos de noche. Pura devoción.

No tardaría la misericordiosa mujer en darse cuenta de la elevada misión de vida a la que había sido encomendada. Desde su más tierna infancia, ya Consuelo —cual Juana de Arco tropical— revelaba sobrenaturales muestras de amor compasivo hacia sus semejantes, que se manifestaban con el sentido de su tacto. Para ella, tocar siempre fue importante. Era la manera de tener más cerca a su prójimo; de velar modestamente su etérea condición salvadora. Pero como todo peligroso fanatismo, entre palmaditas a Pedro —su compañerito de recreo—, inocentes roces con Pablo, el hermano de su mejor amiga, eventuales sobaditas con Santiago —el hijo de Magdalena, su madrina— y evidentes manoseos con Juan, el jardinero, Consuelo (presa de una horrible culpa en su conciencia), sintió que debía administrar con mesura sus fervientes demostraciones de afecto.

A Dios gracias, la pía fémina, ya adolescente, encontró en una fortaleza medieval en Cumaná —que no era más que la amurallada casona de la tía Úrsula—, el lugar perfecto para entregarse a su santa vocación, y canalizar posibles desviaciones en el camino de su apostolado. Hasta allí la llevarían sus preocupados padres (quienes ya tenían un rosario de quejas gracias a Consuelito) para que de una vez por todas encontrase el hábito puro de la castidad y el buen proceder. Y ya que de proceder va esto, no es de extrañar que la tía Úrsula fuera insufrible. Era una heredera mantuana venida a menos, quien esperando el amor de su vida que nunca llegó, acabó por mascullar su desdicha entre polvorientos salmos y responsos. Con sus rigurosos métodos de educación ortodoxa, la solterona pariente se convertiría en una suerte de inclemente tutora para una temerosa Consuelo, que ya empezaba a ver con no tan venerables ojos a la particular tía, quien siempre andaba descalza por aquello del sacrificio y la humildad ante los ojos del más grande entre los grandes.

Oración de la mañana a las 5:30, ofrendas de acción de gracias a las 6:00, bendición de los alimentos a las 6:30, santo rosario a las 7:00, lectura del libro sagrado de 8 a 10, cantos gregorianos frente a un mudo piano hasta el hastío… y así, toda un cerrado horario de días enteros de letanías que dejaban a una estoica Consuelo exangüe hasta el amén. El único momento que tenía “la elegida” para estar consigo misma, era cuando iba al baño, y un mínimo receso (de 8:00 a 8:10 por la noche) tiempo que la tía Úrsula aprovechaba para agarrar el teléfono y preguntar como buena fiel, por la salud del predicador dominical, últimamente muy malito.

Sucedió que en una de esas noches de brisa fresca junto al Manzanares, Consuelo, aprovechando el respirito que su fervorosa tía le concedía como dádiva, se asomó a una de las escasas ventanas que daba a la calle semi-oscura. Le llamó poderosamente la atención una roja luz de neón que alumbraba escandalosa, en la cercana esquina de la acera de enfrente. Quiso tocarla. Sin duda, no era una luz normal. Pronto, un alboroto desvergonzado hizo que a Consuelo se le subieran los colores a la cara, justo con el hirviente manotazo que una indignada e histérica Úrsula le propinaba a su desconcertada sobrina: —¡Sacrílega! ¡Impía! ¡Jura por este puñado de cruces que no volverás a asomarte a esa ventana, ni a ninguna otra mientras yo viva!

Consuelo hizo bien. Nunca más se asomaría a la ventana de la discordia, por lo que nunca tocaría aquella inquietante luz. Pero se juró a sí misma que no se quedaría con las ganas. Así que, a partir de entonces, cual ungida de los dioses, ella, y nadie más que ella, sería la tocada por la luz.

Cerca del mediodía siguiente maquinó la escapada, en franca peregrinación de cincuenta metros. Esta vez, la templanza era mandada al demonio. Valiéndose de una inusual ausencia de la hermanita descalza, o mejor, de la tía descalza, una resuelta Consuelo corría desaforadamente escaleras abajo para alcanzar la esquina de sus deseos. En el trayecto casi resbala, cuando abruptamente se detuvo para tocar, tocar y tocar…Tocó sentidamente imágenes, pinturas, tallas, retablos, nichos, como una manera de congraciarse con todo lo que ella había amado, aunque después le fuere impuesto hasta el hartazgo. Y tocó sin afecto, el óleo deshidratado y mustio de la tía Úrsula que reposaba inquisidor en el medio del salón, y al que luego de descolgarlo de un tirón, patearía sin contemplación, antes del seco portazo. Blasfemia ex professo.

En un santiamén ya estaría afuera. La calle era otra. Y Consuelo también. Aunque la fantástica luz nocturna vista hacía apenas unas horas, no despedía sus electrizantes destellos (por los obvios rayos solares que a la hora de la huída despavorida achicharraban a cualquiera, con unos 42 grados a la sombra), Consuelo se sentía completamente liberada y como llena de un brillo celestial renovado. Ya en la esquina, tocar la desvencijada puerta y soltar un gritillo de satisfacción, fue lo mismo. Mientras aguardaba impaciente a que alguien le abriera, los ojos de la dichosa joven se detuvieron para detallar la peculiar fachada color naranja chillón. Flanqueada por dos columnas (que alguna vez fueron blancas), éstas semejaban un orden dórico en falso y barato yeso; a su vez, el entusiasmado farol que encandilara a Consuelo, parecía estar ahora sumido en una larga resaca. Como remate, un anuncio medio roto que rezaba: El Templo del Deseo (y más abajo: Nightclub) destacaba en relieve con una letra barrocamente cursiva.

Nada que ver con lo que había dejado atrás. Por instantes, la chica dudaba y la asaltaban signos de arrepentimiento e interrogantes del “qué hago yo aquí”. Pero trataba de pensar que ya poco le importaba. Consuelo se concentró entonces, en discurrir si aquella no sería la hora apropiada para visitar un lugar como éstos, que mejor hubiera venido obviamente de noche, cuando unas larguísimas pestañas se asomaron por una pequeña y cuadrada ventanilla, que formaba parte del gran y desconchado marco dorado, y que servía de acceso al estrafalario local. A las pestañas le siguieron un almendrado ojo visiblemente agotado, y luego una voz chillona que inquirió quejumbrosa:

—¡Cooooño! ¿Se puede saber quién es el sin oficio que molesta a estas horas?

Consuelo sabía que debía ser bien directa, o de lo contrario estaría perdida, cuando soltó sin titubear un determinante:

—Buenas tardes, ¿podría hablar con la dueña del Templo?

—Serán buenas pa’ ti, miamor. ¡Es que francamente, ya a uno ni descansar lo dejan…! Pa’ vé. ¿Qué traes tú ahí? - preguntó la irritante voz de mujer, al tiempo que abría la puerta en gesto visiblemente desconfiado. Una intimidada Consuelo alcanzó a darle la mano a la excéntrica mujer entrada en años, aún de plumas y maquillaje chorreado, que ahora podía ver con mayor detenimiento, y que contrastaba con el blanco vestido camisero y la cara lavada de la muchacha.

—Soy Consuelo Alt… Alegría —por un momento casi soltaba su linajudo Altagracia, el que finalmente pudo detener a tiempo—. ¿Es usted la persona encargada del… —la pobre Consuelo no atinaba a calificar el antro donde se estaba metiendo—…bar? Es que me gustaría trabajar aquí.

La mujer conminó de un halón a Consuelo, y en dos segundos la chica se encontraba adentro. Consuelo percibía que mejor hubiera sido quedarse en la línea de la básica curiosidad. Si por el lado de afuera, el panorama no era muy alentador, la cosa puertas adentro era francamente triste y desoladora. Paredes descascaradas y sucias (de un color también dorado que seguramente brilló en mejores tiempos), botellas de licor barato por doquier, maltrechas mesas con raídos manteles y frías sillas como testigos silentes de noches de “placer fácil”. Completaba el cuadro, un penetrante olor de vapores mezclados y sexo trasnochado, desparramados por todo el bar.

—Un momentico. ¿Cómo que bar? ¿Cómo que encargada? ¡Soy La Tesorito, dueña, ama y señora de este templo del placer! Ven acá. Déjame verte bien. Uhh…Uhhjum… ¡Pero, carajita, no te pongas tan tiesa, que pa’ tieso otra cosa…! Pronunciaba sin rubor y a carcajada suelta una deslenguada Tesorito, mientras le daba varias vueltitas a una colorada y rígida Consuelo, a quien casi le daba por huir despavorida de aquel sórdido lugar.

Mira, carricita. ¡Sí! Déjame decirte que viéndote bien, prometes. Lo que hay que quitarte es esa tiesura de almidón y esa mojigatería de monja que empezando por tu nombre, yo te digo… Aunque pensándolo mejor, Consuelo… Alegría…Ya está. Al santurrón Consuelo ése, lo vamos a mejorar con un Consuelito que suena como más a melao. Claro, mijita, ¡tienes que invitar a pecar! y definitivamente serás la alegría nocturna de esa sarta de infelices rufianes, que suele venir al templo en busca de falsos quereres. ¡Perfecto! Eres carne fresca y juventud, divino tesoro. Mi reina, has caído aquí como anillo al dedo, así que todo lo que toques a partir de ya, lo convertirás en oro. Bien te lo dice tu Tesorito…

Estas áureas palabras pronunciadas en premonitoria lengua de La Tesorito, serían para Consuelo —quien rápidamente cambiaría su parecer sobre el milenario oficio al que ahora estaría llamada, y que ahora creía su verdadera vocación—, el inicio de una vida ofrecida al culto de Afrodita, y una total entrega a las sensuales artes amatorias. Por supuesto, que no sería una prostituta vulgar y silvestre. Consuelo quiso destacarse como la que más.

Para ello, valiéndose una vez más de su fiel e iluminado sentido del tacto, Consuelo se convirtió en la más célebre masajista, ampliamente conocida desde Santa Fe hasta Irapa. En boca de todo el mundo, hombres y mujeres por igual, y en todos los rincones, se hablaba del mito de La Consuelito en El Templo del Deseo —con el tiempo, y tras la repentina muerte de La Tesorito, Consuelo se haría cargo del negocio, que ya no luciría como la pocilga de otrora, y cuyo farol deslumbraba ahora más que nunca— en el que recreó un imaginario de nombres para su arte, basándose en toda su experiencia pre-Templo… Así que no es de extrañar entonces, que “el medieval”, “el inquisidor”, “el castrador”, pero también “el celestial”, “el paradisíaco” y “el milagroso” —no faltaba algún “creyente” que le atribuyera efectos curativos y sobrenaturales—, formaran parte de su tan solicitado y apretado catálogo, que siempre llevaba a largas listas de espera en sus citas, carísimas, por demás.

Para tales citas de fogosos encuentros, Consuelo se esmeraba en llevar suntuosos trajes inspirados también en las prostitutas del medioevo, escogiendo siempre colores llamativos y dejando al descubierto sus níveos hombros. Nunca faltaba, ante tal sofisticado cuadro, un gigante guante de plumas de guácharo, que llevó siempre como amuleto en su mano izquierda, y con el que solía dar la bienvenida antes de cada sesión. Otro detalle que le encantaba, para mantener a su clientela contenta, era contar con duchas de aromas, sillones térmicos, bañeras de burbujas y sales aromáticas con alto poder afrodisíaco, a manera de inolvidable clímax en sus célebres rituales. Consuelo nunca se sintió tan pletórica y exultante de haber encontrado su verdadero paraíso.

Pero como todo en esta clase de vida, —nunca se sabe con precisión cuándo se está arriba y cuándo se está abajo—, tan poco confiable como un condón “Te amo”, a Consuelo no le duró mucho tanto cielo, y evidentemente, nada fue eterno. Una epidemia de tuberculosis diseminada por los lados de Araya, la alcanzó irremediablemente, sin dar tiempo a que pudiera pagar las excesivas deudas que había contraído, ante su ambicioso afán de crear un quimérico Emporio del Deseo, que nunca llegó a ver cristalizado. Así las cosas, todos los bienes de Consuelo fueron confiscados poco antes de su muerte.

Un funeral multitudinario plenó extrañamente las calles de Cumaná, y todos los hombres —sin excepción—, bajo la mirada complaciente de sus mujeres, deseaban llevar en hombros el ataúd de esta especie de “hija adoptiva”, por los grandes favores que en vida había concedido. Toda una sentida pérdida.

Pocos días después, por los alrededores del cementerio y junto a la tumba de la difunta, se vio a una jorobada viejecita sin zapatos, junto a dos enterradores. Uno de ellos, llevando una pequeña placa dorada entre sus manos, se dirigió a la anciana:

—Doña Úrsula, ya esto está listo: “AQUÍ YACE CONSUELO ALTAGRACIA, ENTRE CIELO Y SUELO”. ¿Dónde prefiere que la pongamos?

Placer sin arrugas

Enrique Enriquez


-Pssss… ¿te vienes conmigo a mi casa? -dijo nuestro amigo pensando en lo bien que le iba con su esposa desde que buscaba prostitutas.

La chica se montó en el automóvil y sus zarcillos dijeron tilín tilín. Larga y flaca, vestida de ese negro sospechoso que lucen las corbatas de los mesoneros, no habló mucho en el recorrido pese a que tomó unos veinte minutos largos. Largos, sobre todo, si uno tiene que aspirar el olor a patchulí escondiendo sudor prestado que la envolvía.

Todos los martes a eso de las ocho nuestro amigo recorría las calles en busca de una chica amable y de manos lindas que llevarse a casa. Aquello era ya tan de rigor que su mujer ni siquiera llamaba a la oficina al final de la tarde para apuntar las solicitudes gastronómicas de su maridito. Era martes de romper la dieta. Él se paseaba varias veces por las mismas calles revisando la oferta del día. Su lista era muy precisa: de preferencia joven, nunca rubia, cinco centímetros más o menos del metro setenta pero jamás por debajo o por arriba. Maquillada pero no tanto, fina pero no sofisticada, generosa en carnes más no desbordada. Trataba de atajarlas en su primera ronda, con las piernas frescas y el pulso sereno.

La camioneta iba por si sola. Él apenas se encargaba de darle toquecitos al volante cada vez que deseaba recordarle que cortara aquí y allá el camino para evitar el tráfico. No quieres pasártela atascado entre vehículos si tu copiloto cobra por hora porque piensa que el amor es oro.

-¿Quieres jugar con algo mientras llegamos? -preguntó nuestro amigo hablando en dirección contraria a la damita, buscando aire puro por la rendija del vidrio, estirado como cuando se le habla al AutoMac.

-¡Qué va! El jueguito que quieras lo hacemos en tu casa, pero al volante nada. ¡No mi amor! Después termina una pasando vergüenza en la autopsia, cuando el doctor te encuentra un pellejo machucado en la boca.

-Yo me refería a esto -contestó nuestro amigo alcanzándole a la meretriz un cubo de Rubik, parte de las reliquias que guardaba en la guantera. El resto del camino la pasaron, él con las manos al volante y ella tratando de encajar el último cuadrito azul.

Llegaron y ella vio que el departamento era grande. Tanto que las imitaciones de Botero colgadas en la sala parecían originales.

-¿Vamos a tu cuarto? -inquirió yendo al grano.

-No. Quédate aquí que ya viene mi esposa.

-¡¿Tu esposa?!

-Ella es la que sabe cómo es todo.

-¡Que modernos!

La esposa de nuestro amigo apareció al instante, entaconada y con la cartera bajo el brazo, lista para salir. Era de esas mujeres que uno olvida en el instante que las deja de ver. Miró a la prostituta por un minuto y coincidió sin decirlo: era perfecta.

-Y… ¿cómo te llamas? -preguntó.

-¡Llámame como tú quieras, reina! -contestó la chica ya en faena.

-Perfecto. Venga Juana, es por aquí.

Un poco cortada la damisela se dejó conducir a un cuarto contiguo a la cocina, una habitación de paredes peladas si exceptuamos un cartel del King Kong de Dino de Laurentis, donde el mono agarraba a una Jessica Lange casi invisible de lo desteñida, ciego por culpa de una calcomanía de Iron Maiden que alguien le había pegado en los ojos.

-Aquí está todo lo que necesita. Esta ropa es delicada, el resto no tiene problemas. Cuando termine con las camisas por favor me las cuelga. Nosotros volvemos como a las once y media. Cualquier cosa, ahí en la puerta de la nevera le dejé un número a donde llamarnos. Hasta luego.

-Nos vemos -terció el marido llaves en mano.

Ella sabía que una mujer de alquiler se expone a todo cuando se lanza por esas calles de Dios, pero jamás imaginó que le sucedería algo como esto. Cuando movió la cabeza para verlos partir sus zarcillos hicieron todo el ruido que su boca abierta no pudo. Nuestro amigo abrió la puerta de la calle y tras cerrar con llave desde afuera le pasó el brazo por la cintura a su mujer, feliz de la vida, igual que todos los martes, día en que él y su esposa dejaban a una puta planchando y se iban al cine.



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Putas cultas

José Urriola C.


Anselmi entra en la habitación. Otra habitación de hotel de tercera idéntica a cualquier otra habitación de tercera del mundo, en Caracas, en Kiev, en Papúa Nueva Guinea. Se descalza sin siquiera inclinarse, primero el pie izquierdo ayudando al derecho a zafarse de su prisión de cuero, el zapato que queda colgando de la punta del pie y rápida patada de kárate al vacío –viejo vicio que Anselmi cultiva desde la temprana infancia-, el zapato salta como un gato hasta caer detrás del copete de la cama. Ahora el pie derecho devuelve el favor a su compinche de la izquierda, de nuevo queda colgando el botín como un mapache moribundo aferrado a lo más roído de la media. Patada de kárate y el zapato sale proyectado, dibujando una parábola de ensueño, hacia la ventana abierta. “Mierda, mi zapato”, piensa Anselmi preocupado por la suerte de los únicos zapatos que ha traído en la maleta, pero también feliz porque hace años, siglos de verdad, que no le sale una bolea tan bonita. Se deja deslizar por la alfombra siguiendo el trayecto del botín. Se lleva las manos a la cabeza y ya está viendo el desastre cuatro pisos más abajo, la señora a la que seguramente se le descalabró el copete laqueado con un zapato caído de arriba, y el sangrero, y los transeúntes que apuntarán con sus dedos hacia la ventana abierta, y la policía que contará los pisos, apuntará las armas, desplegará efectivos por la acera y los entrepisos, y en breve derribará la puerta de la 402 de un patadón que retumbará en el edificio entero. Pero cuando Anselmi se asoma nada encaja con lo vaticinado. El zapato está allí, anclado con uñas a la cornisa. Un poquito más fuerte la patada y estaría ahorita siendo la evidencia A en el juicio por homicidio culposo del Estado contra Anselmi. Con dedos temblorosos, apelando al último arresto de su pulso de asmático fumador, estira las puntas y se aferra a una trenza. “Te agarré coño de tu madre”, se le sale en voz alta. Y apenas rescata al botín se da cuenta de que ya el zapato no le interesa, que lo que le interesa es lo que queda de fondo, borroso, allá atrás. Porque en la ventana del cuarto piso del edificio de enfrente hay una chica hermosa que se está cambiando la ropa. Se quita la camisa, se desabrocha el sostén, se mira los senos de mango tierno reflejados en el espejo. Pensará, seguramente, “quién se resiste, estoy buena, a quién no le gustaría llenarse la boca de una fruta de estas que yo cosecho”. A Anselmi casi se le escurre un hilo de saliva. Él se contentaría con un mordisquito, un toque leve con punta de lengua, apenas un roce con los dientes a un pezón de esa nena. Con tan solo olerlos y posar los labios tímidos sobre esos pechos tiernos Anselmi se sentiría vivo. Qué vivo, Anselmi le encontraría sentido a la vida. Levanta el teléfono sin despegar los ojos de la ventana, sin dejar de ver a la diosa que se prueba camisa tras camisa, que cambia de sostén, que se mira los senos de perfil, de frente, inclinadita hacia adelante, que se pone de espaldas y ahora gira la cabeza con un movimiento de melena que le sacude los rizos negros. Anselmi casi eyacula de tan solo imaginar esos pelos dentro de su puño, el olor de ese champú. Repica cuatro, cinco veces, atiende al otro lado Ochoa, el camarógrafo que siempre le acompaña en estos reportajes. “Ochoa, vente para mi habitación ya, es importante”. Y antes de colgar agrega: “si quieres te traes la cámara”. Ochoa llega en menos de dos minutos. Se viene corriendo como un chiquito desde la 514, en la otra ala del piso 5, salta los escalones de tres en tres. Trae la cámara colgando del cuello.

Anselmi apaga la luz, susurra, toma por el hombro a Ochoa: “mira aquella ventana de enfrente, la del cuarto piso. Allí, coño, sigue mi dedo. Vale, mira bien, no pestañees y espera”. A los pocos segundos entra otra mujer; ésta es rubia y de pelo corto. Igual de buena, piensa Anselmi, igualita de guapa pero otro estilo. La rubia se quita el vestido, se agacha para mostrar su formidable grupa delineada por una minúscula tanga negra, busca algo en una gaveta inferior. “Tremendo culo se gasta esa hembra, compadre”, grita Ochoa, o no lo grita, es que Ochoa habla así, siempre, hasta cuando está solo; pero no se da cuenta. Anselmi ni contesta, ni siquiera se ríe por compromiso como hace cada vez que algo le abochorna. Él se contentaría con acostarla bocabajo y utilizar esas nalgas de almohada. No pediría más, no osaría ni siquiera profanar ese culo magnífico con sus dedos gordezuelos. Anselmi sólo quisiera dormir sobre él, literalmente.

La noche transcurre y Anselmi y Ochoa no duermen, no comen, no hablan. Continúan, como dos niños, arrodillados, con las manitas asomadas por el marco, con la nariz apoyada del quicio y los ojos muy abiertos. Entran y salen mujeres que se empelotan, rebotan sus carnes frente al espejo, se cambian los sostenes, suben y bajan medias, se enfundan en sus pantaletitas, se acomodan las curvas, dan saltitos. Se visten de nuevo con trajes diminutos que de tan chiquitos perfectamente se podrían ahorrar. Morenas altas de traseros respingones, diosas blancas de cabellos negros, chiquitas macizas de generosas caderas, rubias de piel tostada y hasta dos chinas –o eso creyó Anselmi, que por lo menos pasaron dos chinas-. Ochoa lo ve todo a través de la lente, ya no mira la vida en vivo y directo. Él necesita filtrarlo todo por el visor de la cámara. A través de su teleobjetivo él ve mejor que a pepa de ojo. Y de pronto rompe el silencio, se atreve a ir más allá de las risitas nerviosas que desde hace horas intercambian:

-Mira papá, yo te voy a decir una vaina. Estamos claros que esto tiene que tratarse de un burdel, porque ese mujerero en pelota o medio desnuda no puede ser otra cosa. Pero estas putas son rarísimas, porque si te fijas bien en el fondo, lo que tienen detrás de ellas… son libros. Libros o enciclopedias.

-No me jodas, Ochoa ¿cómo que unas putas con libros?

Ochoa no responde, por toda respuesta se descuelga la cámara y se la pasa a Anselmi. Le hace un gesto con la boca como diciendo: mátate por tu propia vista. Anselmi se asoma por el visor y hace foco con el teleobjetivo. Y sí, más allá de las suculentas carnes, los libros. Libros gruesos, grandes, de esos forrados en piel, en terciopelo naranja, en gamuza verde, enciclopedias de lomos mostaza y letras doradas. Todas las paredes hasta el techo forradas de libros. Ese burdel es una biblioteca.

Anselmi y Ochoa se pasan la noche fumando, espiando por la ventana, inventando las historias de ese lugar donde habitan las putas cultas. Ingenian un menú para los clientes. Sexo oral y declamación de cuatro poemas de Machado: 2 mil. Sexo oral, coito en dos posiciones y posterior discusión sobre el rizoma de Deleuze y Guattari: 5 mil. El tour completo, il giro, la vuelta al mundo en 80 posiciones y lectura de obras selectas de Bioy Casares: 30 mil.

Y así, hasta que amanece. Tocan a la puerta. Afuera se escuchan taconeos rabiosos, voces agudas de mujer brava. Anselmi abre la puerta aún en medias. Son las chicas del burdel de enfrente. Las putas cultas que vienen armadas.

-Son ustedes los miserables que se pasaron la noche entera espiándonos por la ventana, ¿verdad?

-Señoritas, somos periodistas. Disculpen, pero es una especie de deformación profesional.

-Deformes y dentro de una maleta van a quedar si no aceptan el trato que venimos a ofrecerles. Nosotras también los estuvimos espiando anoche, sabemos del menú que andan inventando para sus llamadas Putas Cultas. Lo queremos completo, una carta con una oferta de 200 variantes sexuales combinadas con 200 títulos selectos de literatura universal. Ustedes se encargarán de crear el menú y de probar los platos, uno a uno, con nosotras antes de ofrecerlo a la clientela. El 70% de la ganancia es nuestra, el resto es para ustedes. Escojan: eso o la maleta.

Ochoa –que siempre fue más macho- se rehusó a ser sometido por una pandilla de mujeres histéricas. Acabó dentro de la maleta de Anselmi. Todito él, rebanado en finos trozos, pero sin la cámara. Anselmi, en cambio, estuvo de acuerdo. Cuando dijo “sí, acepto” casi ni se le entendió, tenía la boca hecha agua.

Tres lenguas

V+V
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Virginia

José Javier Rojas



Para Reina

See Me
Feel Me
Touch Me
Heal Me

Listening to you, Pete Townshend



Vamos, nos están mirando. Tienen sus ojos fijos en nosotros. Al fin vamos a hacerlo. Frente a ellos, ahora que no pueden apartar la vista, somos el centro del universo y seremos el parteaguas de su historia. Basta de ocultarnos en las sombras, de evitarlos, de temer al qué dirán. Haremos que se estremezcan. No podemos escapar de nuestra fantasía porque estamos a punto de conseguirla. No podemos desistir de lo que siempre hemos anhelado. Juntos, lo lograremos juntos. Sí. Siguen viendo. Ellos saben que vamos a hacerlo y ni siquiera parpadean ya. Participan de lo nuestro como testigos, como queremos, como siempre hemos querido. Juntos, frente a todos. Sin escondernos temerosos, furtivos, como ladrones. No nos permitían que estuviéramos juntos, pues ahora lo estamos, aunque esté prohibido. Vamos a escandalizarlos. Seremos inolvidables. Invencibles. Ah, qué digo invencibles. ¡Inmortales!

Somos los dueños del destino, y todo va a suceder porque así queremos que sea. Caminamos desafiantes por el medio de la habitación. Saben lo que va a pasar y saben que no pueden evitarlo. Lentamente, con toda premeditación, frente a todos, te lubrico. Acaricio tus orificios y me relamo de anticipación mientras te voy acercando a mi cadera. Tú te dejas llevar, te dejas hacer, confiada en la firmeza de mis manos expertas. Mi índice juguetea contigo, y me parece que me sonríes con descaro, como si nada te importara tampoco, como no sea estar a mi completa merced. Eres mía y te gusta. Ahora ellos lo sabrán también. Tú también sientes la antelación del momento, el placer antes del placer prometido, el placer antes del placer definitivo.

Animada, das una sacudida, y tengo que separar un poco más las piernas para no perder el equilibrio y mantener el control. Respondes bien, tú también eres una experta. A cada toque, cada tirón, te mueves firme pero dócil a la vez. Briosa. Caliente. Te vas poniendo caliente. Cada vez más caliente. Abro la boca para tragar más aire, para recibirte mejor, porque la habitación empieza a llenarse tanto de ti que la nariz no me basta para respirar. Nos miran, claro que nos miran, con sus ojos desorbitados. Echas humo como una endemoniada y tengo que asirte con fuerza para que no resbales de mis manos sudorosas ya por el esfuerzo. Mis oídos están llenos de tus gemidos, de tus gritos de placer que se mezclan con los míos. Quizá sean los gritos de ellos, los que quedan con vida de ellos, pidiendo clemencia en vano. Algunos lograron escapar. Los muy malditos. Pocos, en realidad. Agoto tu última cacerina y tengo que dejarte muy a mi pesar a un lado, reluciente, exhausta, pero satisfecha, silenciosa ahora. Tomo la pistola del cinto y empiezo a rematarlos en el suelo. Trato de darles entre los ojos, para que yo sea lo último que vean antes de llegar al infierno.

Masaje al ego

Adriana Bertorelli



Llámame como tú quieras, ¿Dubraska? Si para ti está bien, para mí, mejor. Dale, papi, que se nos acaba el tiempo y nos piden la pieza igualito, mira que es viernes de quincena. Uy, sí, ¿y todo ese animalote es tuyo? ay, mi rey, me vas a romper por la mitad. Déjame terminar rápido con este viejo del carajo y bajo a comerme el arroz con pollo que me muero de hambre. Qué bolas los interiores de anclitas. ¿Será que se le para? Ven que te meto mano, muñeco, ya va a crecer, no te preocupes, ¿tu sabes como yo diferencio a los machos machos, de esos que dicen que son machos pero no lo son? Pues porque a los machos machos, les tarda un poquito más en ponérsele dura pero tienen más aguante. No amorcito, no te estoy mintiendo, te lo juro. La luz llegó carísima y yo cómo pago ahora esa vaina y le doy los reales completos a Pategrillo pal san. Si, dale, papito, rómpeme, hazme gritar. Y con esta escasez de leche, ¿cómo resuelvo ahora y le doy al niño? Mmmhhh, así, muñeco, así me gustan los hombres, como tú, tan furiosos, tan varoniles. No vale, viejo no. Tu lo que tienes es experiencia, se te ve que eres hombre de mundo. 38 mil del san… más los 350 que le tengo que dar al hijueputa de José del Carmen para que me deje tranquila y no me le cuente a los niños… los 50 del celular… lo de la prueba del sida… Sí, mi potro, tranquilo que eso le pasa a un gentío, ahorita no más se te vuelve a parar. Ven que te alebresto el animal, mi sol, pero si me tienes loquita, mi rey, en serio. Otro más que cree que las tetas de uno son pelotas antiestrés. Mmmhhhh, mi príncipe, me encanta, así, así, ¿que te pegue que así se te para? ¿Y si te hago daño? ¿Mejor? Bueno, si es así, yo te cuereo. Coño perdí la cuenta, carajo, ¿por dónde iba? Ah, los regalos del día del niño, aunque sea una mudita de ropa, un estreno, y lo del san de Pategrillo, coño, se me está enfriando el arroz con pollo y yo con este viejo baboso que puede ser mi abuelo, qué asco. Rico, papi, esto si está grande y gordo y mollejúo, era verdad la vaina de los golpes, ven muñeco, que los minutos no perdonan, acaba de una vez que después te quedas pendiente. Y me toca lo de las inscripciones de los dos y los cuadernos de una raya, me tengo que acordar del papel lustrillo y de la pega elefante que necesita el niño pa la tarea. Me vas a matar con ese machete, mi rey, sí, así es cómo me gusta, así, así, eres el mejor macho que he tenido papi, en serio. Dame más duro, rómpeme nojoda, sácame sangre, y si no me pagan hoy y me como ya el arroz con pollo se me va a poner piche.

La infalibilidad del papo (sic)

Javier Miranda-Luque


“Y ya-ka-bé, y ya-ka-bé,
y ya-ka-bé, y ya-ka-bé, y ya-ka-bé”
(Apókrifo ska de aká)


Herman Oschang es lo que se dice un putañero. Un espeleólogo catador de prostitutas, casquivanas, barraganas, etairas. Así como la guía Michelín asigna tenedores a los restaurantes, pues el señor Oschang subclasifica a las putas mediante bizarros íconos que apenas él entiende y que han resultado inescrutables para el resto de su clientela y virulentos exégetas.

Innovador donde lo pongan, mister Herman debe su lucro a los nuevos aires que le propugnó al añejo negocio de la entrepierna. Con brío confuciano, Oschang dijo: “vamos a agarrar al cliente allí donde se movilice”. Y así motorizó la frase arrancando en las adyacencias de la Estación Gato Negro, a bordo de las camioneticas por puesto que subibajan a La Guaira (¿hembra del Guaire?). Sus “transporputas” prodigaban al licencioso pasajero silenciosas felaciones que finiquitaban mucho antes del Boquerón Uno, previo pago de la comisión correspondiente al conductor tarifado para hacerse la vista gorda, sorda y esquiva.

Jubilosamente, pronto vino la Cooperativa Ambulante de Resolución de Urgencia Eyaculatoria (CARUEYA) y ya en esta etapa se aceptaban los populares cestatickets. A las camioneticas por puesto se sumaron entonces autobuses, taxis, líneas más férreas que nunca y vagones predeterminados del Metro. Pero la industria de monsieur Herman verdaderamente se erectó cuando decidió diversificar la prestación de sus servicios en ferrys y aeronaves criollas. Leyendo la prensa digital, me entero que a Oschang lo acaban de nombrar presidente honorario de la onegé “Putas sin fronteras”. En la imagen podemos apreciar a varias de sus “tercer-ojistas” posando alegremente para la pieza mercadotécnica de rigor publicimortis. Apenas tres párrafos de extensión in crescendo (1696 caracteres con sus correspondientes espacios) y ya acabé.



Si usted por primera vez escucha la palabra Shiatsupetting

Carlos Zerpa


Si usted por primera vez escucha la palabra Shiatsupetting, de seguro que de inmediato la relacionará con un plato de comida China.

Pues bien, el Shiatsupetting no es un plato de comida China, pero tienen una semejanza, ya que los dos entregan energía al ser humano y ambos tienen que ver con la boca.

El Shiatsupetting define la práctica de masajes que persigue la estimulación oral sin coito. De esta forma se practican diferentes técnicas como los besos, las caricias, el masaje oral… excepto la introducción del pene en la vagina.

La PELUQUERIA ESTUDIO FASHION MASAJE, cuenta con las más experimentadas masajistas profesionales, expertas en el manejo del Shiatsupetting.

Este estudio peluquería de masajes, ofrece una gama completa de opciones, desde alguien con quien hablar a la salida del trabajo, hasta alguien con quien tener un “algo” más.


MENÚ

Shiatsupetting a la manera cubana: Masaje con el pene entre los pechos de ella.

Shiatsupetting oral: Más allá de lo que llaman los groseros una "mamada", sirve para algo parecido a lo que se ha llamado “felación”.

Shiatsupetting hawaiano sensitivo: Se recorre todo el cuerpo con la yema de los dedos, usando aromaterapia. Se finaliza con un masaje oral.

Shiatsupetting lluvia dorada: Se finaliza el masaje al Orinar al compañero sobre su rostro.

Shiatsupetting garganta profunda: masaje de“felación”, introduciendo el pene hasta el fondo de la boca y pasándolo hacia el esófago.

El masaje erótico que hemos llamado Shiatsupetting, constituye una práctica muy ligada al sexo oral o a la sexualidad bucogenital, una práctica muy placentera y gratificante, pero para poder realizarla, se deben apartar muchos tabúes y prejuicios, hay personas a las que les desagrada el masaje oral pero desde luego, no es el caso de muchos otros que ya prácticamente están adictos al Shiatsupetting.

Esta son algunas recomendaciones de nuestra PELUQUERÍA ESTUDIO FASHION MASAJE y de nuestras masajistas profesionales expertas en el manejo del Shiatsupetting.

1- Nosotras las masajistas, tenemos mucho cuidado al acariciar los genitales con la boca, ya que son órganos muy sensibles, tenemos un especial cuidado en no lesionar los genitales con los dientes. Permitiéndonos, como mucho, algún roce muy, muy delicado.

2- A medida que notamos que aumenta la excitación del masajeado, incrementamos también el vigor de nuestras caricias. Prestamos atención a sus gestos. Que nos indicarán qué es lo que más le excita a nuestro masajeado y, por consiguiente, dónde debemos insistir.

3- Formamos una 'O' con los labios, los ponemos cuidadosamente en la punta del pene y movemos la cabeza en círculos diminutos. Colocando los labios ajustándolos al tronco y recorriéndolo, primero a un lado y después al otro.

4- Cogemos luego la punta de su pene suavemente entre nuestros labios, con giros rápidos, besándolo tiernamente y tirando hacia atrás de su piel, permitiendo que el glande se deslice completamente en nuestra boca y presionando el tronco firmemente entre nuestros labios. Sosteniendo la presión un momento antes de soltar, formamos de nuevo un círculo con nuestros labios y besamos a todo lo largo de su longitud, succionando y besando al mismo tiempo.

5- Mientras besamos, permitimos que nuestra lengua "aletee" por todo su pene acabando en el extremo. Golpeando con ella repetidamente la sensible punta del glande, permitiendo que su miembro penetre en nuestra boca profundamente, hasta el fondo de la boca y pasando hacia el esófago (sin ahogarnos… ja, ja, ja…), presionándolo y chupándolo.

6- Si la masajista no quiere que su compañero le eyacule en la boca, es bueno que los dos acuerden una señal previa para poder retirar el pene a tiempo.

El masaje Shiatsupetting es una de las variantes más deliciosas... Sin que se tenga que llegar a la introducción del pene en la vagina, cosa que definitivamente nosotras NO hacemos. Para llevarla a cabo sólo se necesita un poco de osadía condimentada con una pizca de imaginación y muchas... ¡muchas ganas de pasarlo bien!

El masaje Shiatsupetting es el estandarte y la punta de lanza de LA PELUQUERÍA ESTUDIO FASHION MASAJE… Atendida por su propia dueña… Wanda. ¿Qué esperas... llámala ya?



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De cómo Trinidad llegó a París

Lena Yau


Apenas leyó el anuncio, el ojo izquierdo de Trinidad comenzó a pestañear sin control. Lo reconoció inmediatamente. Era el pálpito. La señal que estaba esperando. Tía Madrina le decía que eso le pasaba por no lavarse bien las manos después de salir del baño. Trinidad le seguía la corriente para sentir a profundidad la luz, la señal, la guía divina que se manifestaba en su ojo intermitente. Apuntó la dirección y se aventó a su destino: el Club Mirage, donde todos tus sueños se hacen realidad.

-¿A dónde vas?

-Lejos

-¿Cuándo vuelves? -le oyó decir a la tía.

Un portazo fue la respuesta.

Lo que Trinidad no sabía es que el slogan del local no era oropel vacío.


Pasó a entrevistarse con el Señor Gallardo.

-Trinidad ¿qué sabes hacer?

-¿Yo? Yo sé hacer de todo. Sé hacer oficio, cocinar, lavar, planchar.

-¿Cocinas bien?

-Si me deja un chancecito le preparo cualquier cosita para que pruebe.

-Cualquier cosita no me sirve Trinidad. Necesito a alguien que cocine rancho para 250 personas…

-¿Rancho? ¿Y eso qué es?

-Es la comida que come el personal. ¿Crees que puedes?

-Sí. Sé cocinar granos de todo tipo, pastas, potajes. La cantidad de personas no es problema.

-Bien. Dentro de los beneficios figura la habitación a un precio simbólico. Porque necesitamos que pernoctes aquí. Eso lo sabías ¿no? Tenemos algunos clientes VIP que demandan servicios especiales, alguna que otra extravagancia sin importancia. Aunque tu trabajo sea en la cocina aquí hay que participar en todo. En el Mirage somos una gran familia y todos nos echamos una mano.

Trinidad se enfrío por dentro… No era de esa calaña… ¿cómo se atrevían a hacerle esa propuesta? Necesitaba mucho el trabajo pero no tanto para complacer “extravagancias sin importancia”. Miró alrededor. El local tenía mucha clase. Se encontraban en una sala llena de mesas y sillas tapizadas en terciopelo azul. El techo era muy alto y tenía varias constelaciones pintadas. Palmeras datileras transplantadas y granados en enormes macetas se sumaban a la decoración junto a una jaula dorada vacía. En algún momento albergó búhos, aclaró el Señor Gallardo, pero este negocio exige discreción y confidencialidad, y los búhos tiene la mirada fija. La clientela no se sentía cómoda. Hubo que deshacerse de ellos. No quise prescindir de la jaula porque me parece preciosa. Trinidad asintió mientras pensaba en cómo decirle a su entrevistador que no era una furcia. Iba a hablar cuando su ojo espasmódico alcanzó a ver un escenario. En la tarima, un piano de metacrilato. Se le erizó la piel. Nunca había visto algo tan bello. Eso era todo lo que necesitaba para tomar una decisión.

-Señor Gallardo… no se me vaya a ofender pero yo no soy una pelandusca. Si quiere que ocupe dos cargos yo lo hago sin problemas, siempre y cuando no tenga que ver con cama. Usted me entiende.

-Trinidad, te entiendo. Sé que no eres una pelandusca porque desde aquí puedo ver los cañones de tu barba. Hay que invertir un poquito más en los productos cosméticos, Trinidad. Son una herramienta de trabajo. O ahorra para una depilación definitiva. En la cocina no puedes entrar maquillado. Puedes ir vestido de mujer pero con la cara limpia. No es por mí. Son normas de sanidad. A la policía le encantan los polvos gratis y cuando se les encienden las ganas hacen inspecciones sorpresa. Muchas veces no les basta con el polvo y obligan al local a pagar multas elevadas. Es una pena que no quieras hacer cama. Lo digo porque eres muy atractiva y alguien como tú sería un éxito seguro. Hay que pensar qué otra cosa puedes hacer.

Trinidad dio un sorbo a su vaso de agua. En la servilleta de nuevo el slogan: Club Mirage, donde todos tus sueños se hacen realidad. ¿Tienes algún sueño?, se preguntó. Acarició suavemente su barbilla. Los puñeteros cañones estaban allí. Tomó aire y soltó:

-Puedo tocar el piano.

-Ya tengo pianista. Es una mariquita loca (no te ofendas, tú eres una verdadera dama), pero lo necesito. Peina a las putas como nadie.

-Puedo cantar dentro de la jaula. Tengo repertorio internacional. Soy mezzo soprano.

Las pupilas del señor Gallardo se dilataron. Acercó su silla a la de Trinidad, le tocó disimuladamente una rodilla y le picó el ojo mientras hablaba por un radio transmisor. En dos segundos apareció Raspicui.

-Raspicui.

-Me llamo Byron.

-Raspicui, te presento a París…es una promesa del canto. Vas a acompañarla con el piano.

-¿Qué?

-La vas a peinar y a maquillar. Necesito que hables con Norita para que le ubique vestuario. Los quiero ensayando esta tarde.

Raspicui se acercó a Trinidad, le dio dos besos y exclamó:

-Auch! pinchas! Tenemos que arreglar eso, monina. Jefe, también voy a pedirle cita con Cloti. Es la mejor depilando.

-Haz lo que te de la gana. Quiero que el show se estrene este viernes. Otra cosa. Pon un anuncio buscando un cocinero.

Trinidad quiso decir algo pero Gallardo la frenó en seco:

-Tú no estás para hacer rancho. Si quieres cocinar, cocina para mí.

Y fue así como se cumplieron los sueños de Trinidad. Siempre quiso cocinar, ser una estrella de la canción, acostarse con su jefe y cambiar de nombre.

París no estaba tan lejos.


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El erotismo de los perdedores

Roberto Echeto ®




El DVD

El papá de Héctor era todo un personaje: no usaba cajeros automáticos ni tenía tarjetas de crédito, pagaba todo en efectivo, veía como a fútiles trilobites a quienes hablaban del correo electrónico, de los mensajes de texto y de pagar la luz por Internet. Que su esposa Silvia Alexandra mandara a poner cable en su casa fue una rebelión que terminó con don Marcelo durmiendo en un cuarto del hotel Tamanaco durante dos semanas.

Por eso, el día en que Héctor llegó de la oficina y se encontró al viejo viendo pornos en su cuarto y en su DVD, puso tal cara de asombro que el señor le dijo:

—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

No. ¿Qué problema habría con que un viejo de sesenta y tantos años viera a Asia Carrera transmutando las formas de su ombligo? Lo que a todas luces resultaba extraño de verdad era que don Marcelo hubiese podido encender el DVD y poner la película, pero, como se puede colegir de la recién narrada escena, el estímulo de ver a Asia Carrera obró milagros en la pericia (y también en los prejuicios tecnológicos) del viejo.


La revista

Otro día, Julio y Octavio se encontraban en una librería oteando títulos y, de pronto, el primero le señala al segundo la portada de una revista Playboy.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? ¿No ves?

—¿Jenna Jameson? Yo no sé tú, pero yo estoy cansado de verle la úvula.

—No, vale. Mira bien.

—¿Qué?

—Trae un cuento de los hermanos Coen.

—¡Coño! ¡De los hermanos Coen! ¡Qué maravilla!

—Vamos a comprarla.

Años después, cuando Héctor y Octavio pasaron la treintena, se percataron de que aquel lejano día en que compraron una Playboy por un cuento y no por Jenna Jameson en la portada, comenzaron a ponerse viejos.

Menos mal que llegó la pastilla azul al rescate.



El piso trece

El ascensor abrió sus puertas. Gerardo salió pensando que su edificio se sentía distinto seis pisos más arriba. El viento soplaba con más fuerza y desde la ventana se podía admirar una vista de la ciudad que él nunca había disfrutado porque uno de los muros del edificio de al lado se interponía entre sus ojos y el paisaje.

Gerardo estaba ahí porque, un día, Rosa Elena, su esposa, le dijo:

—Aquí arriba, en el trece, deben haber montado un sitio de lenocinio.

—¿Y cómo sabes tú?

—No sé. Hoy se montó en el ascensor una mujer a la que se le veía el kilometraje —Gerardo tosió porque entre las risas se le fue el café por los barrancos de la laringe.

—¿Cómo es eso? —dijo él, recuperando el aplomo.

—Es que una reconoce la experiencia cuando la ve.

—¿Y cómo sabes que es en el trece específicamente?

—Porque nos montamos varios en el ascensor y la mujer dijo «trece, por favor».

Aquella información encendió la maldad de Gerardo, quien, de inmediato, pasó a sobarse las manos y a esperar como un león verde el momento ideal para lanzarse al ataque.

Primero debía cerciorarse de que en verdad hubiera un sitio de deleite en el piso trece y luego averiguar cuál de los apartamentos ocupaba. Así puso manos a la obra y recabó los datos necesarios, uniendo varias conversaciones que sostuvo con el ayudante del conserje, con el guachimán y con el vecino del tres, que anda por ahí, paseando a un bebé en un coche.

Esa tarde, Gerardo subió sigiloso. Llevaba un pequeño koala con todo lo que necesitaría para una expedición como ésa. Llegó frente a la puerta y disfrutó el instante previo a pulsar el timbre. Por su pequeño y calenturiento cerebro pasaron miríadas de mujeres, trillones de nalgas, océanos de labios, tubos e infinitos escotes. Luego tocó el timbre, esperó un instante y cuando le abrieron la puerta, sintió que sus recuerdos convulsionaron como cuando se quema a un bachaco.

Ahí, cejijunta, morbosa, feroz, estaba Rosa Elena.

—Así te quería ver, maldito infeliz.

Y Gerardo no pudo decir más.



http://robertoecheto.blogspot.com

Lo escuché llorar en mi boca

Monólogo en un acto
Original de Joaquín Ortega



Actúa: Patricia. Vestida con un uniforme de blusa y falda unicolor. El rostro ligeramente pálido y el escaso arreglo de su cabello resaltan su condición de reclusa.

Bajo una luz difusa brilla un portalápices y un teclado de computadora. La luz comienza a abrirse cuando la música -Callejuela, una especie de son en tono menor- irrumpe suavemente. Los primeros veinte compases acompañan a la luz directa sobre el portalápices. Poco a poco, se descubre un pequeño pupitre. A lo lejos se escuchan unos pasos. La luz cesa y da paso a la oscuridad. La música baja su volumen. Patricia se sienta a tientas en el pupitre. Cuando se enciende el foco de nuevo -gradualmente- vemos en el suelo a un lado del pupitre una muleta. Patricia escribe sobre el teclado mientras narra en voz alta. Al término de unos instantes, se vuelve hacia al público.

PATRICIA: Desde pequeña, más bien desde siempre fui bien putica. Nunca perdí ocasión de bañarme con mis primitos, a los que les acercaba duro mi totona. Jugábamos al apretaíto. Y yo, que ni teticas tenía ya sentía una calentura al ritmo de mi corazón y unas ganas como de hacerme pipí encima.

Después de desarrollarme vinieron los sustos. La maestra nos dijo que si a una se lo metían aunque fuera rapidito por allá abajo, lo que tendría después era un muchacho de los que patalean y berrean si uno no los amamanta… de los que se cagan y se despiertan a cada rato. Y, aunque a mi me parecía lindo y tierno, cargar un carricito que se me durmiera en los brazos, me daba miedo parir… y ni pensar en el dolor que venía cuando saliera el carajito.

Lo que más me daba miedo era la explicación de un doctor que vino de Caracas, el hombre decía que a veces hay que cortarle a uno la barriga, para sacarle la cabeza al pelao con todo y cuerpo.

Pero de grande, ya eso dejó de preocuparme.

De mujer, sí quería tener las cosas que me gustaban -pendejadas como un ventilador… o un televisor… o neveras de dos puertas- bien valían un buen susto, igual como eso daba unas cosquillitas tan buenas, yo le daba pa´ lante. Así tuviera que tomarme los menjurjes horrorosos que la abuela de Beatriz nos daba a las dos para que nos bajara.

¡Parece que fue ayer cuando empezamos a rayarnos la fruta con los chamos del liceo!

Yo empecé más bien tarde, porque me encantaba hacerlo besándolos a ellos… allá abajo, y yo solita tocándome despacito con salivita y con mi propio jugo. Sólo pasarían dos años antes de tener mi primer niño: Willy, igual que su papá. Grande y jodedor. Corre pa´llá y corre pa´cá desde de los dos añitos. A Willy lo tiene mi mamá y… Willy el padre, bien gracias.

Mi mamá tiene a mi chamo en la casa donde alimentó a todas sus hijas.

Todas toditas, putas como ella, pero un poquito más ahorrativas. De todas maneras, a mamá no le importaba guardar plata. Sabía que siempre iba a tener su fuentecita: ¡nosotras pues! Prefirió criarnos, y de siete barrigas, las cinco hembras siempre quisimos trabajar más acostadas que paradas. De los otros dos hermanos míos, vivieron tanto como lo que puede vivir un ladrón o un policía si tiene suerte: veinticuatro el primero, treinta y dos el segundo.

Trabajarle a un solo jefe en una ciudad del interior no resulta en buena plata, a menos que sólo quieras sacar para los taxis pa`la playa o para el tinte de pelo. Por eso me vine a Caracas, desde donde escribo.

Estas líneas Margarita, no son para que pienses que soy una mujer vengativa, sino para que entiendas por qué te dije la otra vez que Romulito era tanto marido mío como tuyo. Aunque tu nunca quisieras saber las cosas feas… o las malas que él hacía.

Yo le agarraba el plan por su cara, cuáles eran sus intenciones por las horas a las que llegaba.

Cuando aparecía temprano por el Bar, sabía que esa semana no me iba a dar plata. Cuando llegaba con el día a buscarme, diciéndome que me perfumara rico, porque iba a julepearme, estaba segura que me iba a resolver para pagar la pensión, girarle plata al niño e inclusive mandarle a hacer a Romulito, uno de sus sacos a la medida, con el sastre turco de la esquina.

Sí, esos sacos que tu misma le mandabas a la tintorería.

Como habrás visto, o más bien leído, he aprendido a usar mejor las palabras. Si la ortografía no me falla, no es porque me haya arreglado en el castellano rapidito, sino porque te escribo en la computadora de una amiga colombiana.

Ella es secretaria. Me enseñó a escribir en esta bicha y ya sé imprimir la lista de útiles del Willy y las cosas del mercado, de aquí, de adentro del recinto.

En esta cárcel las cosas no son tan jodidas como uno cree.

Al principio uno se refugia en la cachapita, porque las mujeres más asentadas y más fuertes –y sobre todo las apoyadas por los narcos- te malandrean y te abusan. Pero lo que soy yo, ni siquiera cuando tuve que empatarme con la Deysi, me olvidé del machete.

¡El machete de un varón grande y tosco, de esos que te buscan y te rozan, de los que te laten en la cueva y se ponen duros de inmediato con sólo un agarrón!

Hombre siempre es divino, ya sea que venga prendido o sobrio, cansado o eléctrico.

En lo que a mi respecta, la piel de las mujeres me resulta demasiado dulce y el olor de la de abajo, aunque todas nos parezcamos, no es un sabor que me guste pa´ dejármelo en la boca, a menos que sea de la mía y me la pruebe de retruque pa´ complacer a mi hombre.

De aquí últimamente, te cuento que todo fino… y no quiero decirte que la cosa ha sido fácil, pero tampoco demasiado atrinca.

Aquí en la cárcel hay comida, nos metemos nuestros tabaquitos –tú sabes una vara…el cacho-, si cae algún guardia venadito o viejito, nos lo turnamos pa´ hacerlo sopa, porque parrilla está prohibido. Como ves no pierdo ni la risa ni las mañas. Cuando a una le cae mal el aguardiente, la malanga es lo que manda.

Si me preguntaras qué extraño de la calle, te diría que todo y que a veces nada.

Afuera y adentro son vainas que no se corresponden cuando se ha pasado tanto trabajo. Aunque, por haber estado tanto tiempo en el medio una se va volviendo floja, aquí dentro no me molesta pararme temprano… rezar con las monjitas… leer sobre computación o coser a máquina. Ahorita mismo terminé una colcha de retazos. La primera que hice fue con los colores de la bandera –con esa me tiré a un sargento… rosadito todo su cuerpecito, el diría que hizo conmigo el amor por la patria, yo diría que lo hice con él por el verano, aunque afuera estuviera el pabellón bien frío-.

La segunda colcha, parece un paisaje: tiene una casa, un sol detrás, un río cerca y un perro jugando con un niño. Es raro, adentro no le metí cosas a la casa….ni tampoco hay gente grande.

Seguro que cuando la psicóloga venga y se lo muestre me va a decir que yo soy la casa…que soy yo la que se siente vacía, o que a lo mejor soy el río que no tiene final, o que a lo mejor yo soy el perro que está buscando un amo.

Total son tantas las vainas que dice esa loca que provoca mandarla pa´l carajo, pero… no lo hago porque esa chama es buena vaina y a veces hasta me trae monte. Ella me deja hablar... me interrumpe poco… anota y anota y anota y anota. Y yo le doy dos patadas al chirri y me quedo en mi nota, en mi nota, en mi nota…

La otra vez me escribiste preguntándome que por qué le hice esa vaina a Arístides, que él era bueno… que él era tuyo… que él era tu mundo. Y yo te repito que lo conocía por Romulito. Que él era un hombre, no hay duda…que él era tuyo, está por discutirse, porque contigo estaba a ratos y conmigo también. Yo creo que a mi me tocaba cuando tenía más miedo o estaba más bravo. A lo mejor se escondía en mi casa para protegerte a ti…a lo mejor para acompañarme cuando yo no podía ir a trabajar por la regla… ¿quién sabe?

Pero la parte más fea de su día la desahogaba conmigo… y creo, por lo que me cuentas, que las cosas tranquilas la vivía contigo.

Lo mejor de conocerlo al principio, fue que me hacía reír.

Me contaba chistes, se metía con las muchachas en el bar, repartía plata, pagaba duro a los mesoneros por el mejor blanco. Y olía que jode –viste que ya digo olía y no “guelía” como hace unos cuantos meses-. Sí, olía casi todos los días ¡y en eso se le iba un realero!

El pana se daba duro y nunca lo hizo delante de ti. Ni siquiera un toque.

A mi me daba mis latas morbosas después de cepillarse los dientes con el dedo lleno del repelín que le quedaba del pase. A mi me echó más de una línea sobre la barriga y el ombligo, para después bajar y chuparme… y a veces quedarse ahí horas y horas, porque de tanto blanco, ya no se le paraba.

Disculpa el deprave, pero una aquí habla de hombres y de las vainas que se hacen con ellos, más como una defensa que como una necesidad… aunque si la verdad te digo, el queso es grande y un hombre hace falta para dormirse y despertarse… no siempre, pero sí de vez en cuando. Aquí todo es rápido para lo sabroso, todo es un apuro para los placeres. Tirar con los guardias es cosa de echar uno parado… y esos uniformados no sueltan el armamento. Si uno quiere tirar con ellos -los dos sin ropa, lo que llamamos Combo Completo- alguno de sus compañeros debe estar dentro del cuarto pa´ cuidarnos, y como es normal, sobre todo a los más chamos -¡a los más riquiquitos!-, no se les para viendo a otro de sus compañeros, detrás de ellos.

Pero volviendo a los que nos tocaba.

Sí, Romulito… perdón, Arístides… era un macho divino que respondía con las mujeres sin compromiso.

Pero también se antojaba de las mamis de sus compadres. Compadres de fiesta -o de la vida real-, no se sabe, pero eso no le gusta a nadie y a veces tenía que llegar a arreglos con ellos… para que se les pasara la rabia, o simplemente, para enfermarles la mente y poder llevarse a sus esposas pa´ la pieza sin necesidad de meter embustes. Y Arístides –le dije Arístides, ¿viste que estoy aprendiendo?- era buenmozo. Gordito, pero buenmozo. Y no hay nada más sabroso que enjabonar una barriguita peluda en la mañana. ¿O serán vainas mías que soy hembra del campo, del sol y del fogón?

Yo sé que lo recuerdas y que su voz se te aparece entre las noches… y se te monta en la cama y sientes un peso que te ahoga y al despertar… sólo hay sudor y angustia.

A mi me pasa también.

A veces creo que es un muerto ajeno…o un guardia sinvergüenza… o una compañerita caliente. Y en cada ocasión que eso pasa, yo comparto tu arrechera… ¡y se me pega tu odio contra la vida y me muerdo los labios duro, no joda, hasta sacarme sangre con los dientes!

Creo que nunca sabremos a quién quería más, a quién le importaba más. Si tú o yo. Yo supe que él era mío, cuando lo escuché llorar en mi boca.

No sólo cuando se lo mamaba rico, sino cuando, agotado se fajaba buscándome con la lengua y me susurraba casi ido que no volvería a pegarme… ni a quemarme… ni a prestarme para que me amarraran sus compadres y me gozaran ensañados… y borrados del mundo gracias a tanta droga rara.

¡Yo seré tremenda puta, pero nunca hice nada a la fuerza! ¡Y esos coñazos que nunca te dio a ti me los calé yo completitos! ¡Yo los llevaré encima, todos los días sin sacártelos en cara, sin que mi mamá lo sepa ni mi niño se entere!

Así, que te agradezco, jeva… que no me vuelvas a escribir diciéndome que te quité al santo de tu vida, porque yo me calé su amor de hombre, pero también su bestialidad aprovechada y cobarde.

¿Sabes?

Lo escuché llorar en mi boca cuando con amor me lo cogía, y lo escuché llorar en mi boca, cuando me cansé de pedir auxilio sin que nadie entrara al cuarto a socorrerme… ¡y fue en esa noche desesperada, cuando le metí seis tiros de su mismo revólver y la muerte fue de todos y la muerte fue de nadie!

Yo cargo mis cruces de puta, de asesina y hasta de mala madre. Tú vive la tuya… de viuda y esposa irreprochable. Ahora, te agradezco que más nunca vuelvas a escribirme… a visitarme… a llamarme...

Atentamente

Patricia.

Patricia la puta, Patricia la amante, Patricia la rata bien orgullosa de ser culpable.

Patricia se levanta, toma la muleta y camina hacia la oscuridad mientras la luz se hace más fuerte sobre el pupitre. La música vuelve a escucharse y al final de unos veinte compases se difumina con la luz, volviéndose el escenario completamente oscuro.


Fin.-

Job23:58.-



http://joaquinortega.blogspot.com

Los ojos de su mano

Mario Morenza



I

La iluminación de Rosa del Desierto le trajo de vuelta a su memoria aquel curso de supervivencia(2) en el que conoció los poderes alucinógenos de la LSD. A medida que el calidoscopio de luces le reducía el coraje, esa misma memoria, llena de correspondencias del pasado, iba de uno a otro recuerdo. El aire acondicionado encarriló sus pensamientos a Groenlandia: sintió que le untaban un viento cristalizado y plegable como una gabardina húmeda. Agradeció el frío como un cuerpo poseído por demonios arrabaleros ante un exorcismo express.

Vestía de jeans y franela. Sobre su espalda birlaba un desteñido bolso de universitario adicto al autostop. Antes de entrar al Rosa del Desierto resguardó un equipo que hacía pensar en una laptop para científicos gnomos. La pantalla del artefacto le indicó coordenadas. Luego de esa coreografía le bajó el telón a las cifras y cálculos con el botón off. Apuntó su mirada a la pared que le daba sombra. Por segundos, no agitó pestañas, como si la sombra proyectase la irregularidad de la misma pared. Su ensimismamiento se alineaba al del científico que analiza un nuevo código secreto y gastronómico en el reverso de La última cena. El “mural” se acercaba más a la fachada de un galpón abandonado.

Y realmente lo fue en un tiempo, como me informaron ciertos agentes. Pero, debo recordar que las investigaciones frecuentemente se equivocan, como algunas cifras con su número (de baile) en la pantalla. Destacaba la incoherente puerta de hierro fornido. Envidiada por cualquier bunker.

La libreta guardaba fotos de calles. Parques. Mercados al aire libre. Rostros. Mujeres. Algunas sin mucha ropa. De pie, de espaldas. En jacuzzis. Sin bikini. Con la niebla y vapor envolviéndolas. En azoteas, con vapores de fríos. En azoteas con vapores de parrillas. Acobijadas. Amordazadas. Chillando. Fotos de chicas en poltronas. Fotos de humo y champagne.

Invariablemente se disgregaban medidas.

El idioma tajaba entendimientos. Todo era materia hecha de sonido con propiedades regenerativas. Los haces luminosos le rasguñaron el hipotálamo al hombre. Caminó entre nubes de vaho y gente. En el entarimado, una bailarina daba brincos elásticos y presentaba un show co-producido con su compañera de escena: la Echis carinatus, víbora con escamas aserradas que anida en sus cordales uno de los venenos más letales del mundo. Echis carinatus, así se llamaban los operativos paralelos a la misión, exactamente en el desierto de Thar. El hombre viajó en el avión del contingente de nuevas promociones. Durante el vuelo, sintió el trecho –mejor dicho, el vértigo– generacional de un universitario al entrar a una guardería.

El regente del lupanar sí lo entendió, menos ese chiste malo sobre judíos. Señas y una paca de billetes sustituyeron políglotas de embajada. La reunión le aseguraría verla (con rigor cronológico) las cinco noches consecutivas. El regente fingió una inédita solemnidad, simulando cansancio, simulando apatía a pletóricas peticiones con ademanes de proxeneta. La recepción era su tarima: la arena de su espectáculo. El hombre se apoyó en el tapete y apuró un estrechamiento cultural y de manos. Consiguió un namaste y su nombre falso precedido por un reverencioso Shri.

Mirarse la cara o mirarse los gestos en la cara de los otros era la actividad más íntima y, de por sí, la más duplicada: en la quietud de la espera, en ese desteñido morral que acumula horas muertas, cualquier sustancia, materia o volumen, cualquier idea, sonido o genuflexión hipócrita es un espejo para cotejar nuestra lacerante ansiedad. El regente lucía una barba zopenca, con la textura de las que en años no han sido visitadas, cercenadas, corregidas, ciento por ciento afeitadas por tijeras, por navajas. El regente se desabotonaba la camisa con guasa de saberse invencible, midiendo su masculinidad a cada botón al aire, ladeado como la cabeza de un recién acribillado en el paredón de fusilamiento. Podría provocar una leve anorexia su actitud retorcida de quién claudica primero: si su pecho ante un asma irreversible o las turbinas que distribuían lo gélido a sótanos, habitaciones, baños y escaleras. El aire acondicionado no cedería ante el exhibicionismo de un energúmeno.

En el pecho del regente había un tatuaje. Eran unas piernas de mujer cuya falda se aireaba para hincarse con premura de cirujano a los suburbios de sus tetillas. Para añadir más afán de confrontación a su pecho y espalda, el primero lo tenía totalmente afeitado, a excepción del territorio de las piernas tatuadas, lo que la hacían ver peluditas. Llevaba una chaqueta mostaza y en el dorso de ésta, un estampado similar al de su tatuaje toráxico, pero de piernas con sesiones de spa y gym en su haber. Los empleados vestían igual. Se trataba del Logo Oficial de Rosa del Desierto®.

“Tranquilo, amigo, siéntese. Cuando decida hablamos”, dijo el regente como si le hablase a un primo hermano después de la tercera botella de ron. Aquí es cuando el hombre se pierde en una tolvanera de dialectos. Vuelven las estaciones del pasado. Los paquetes de DHL. El sabor ácido de la LSD. Las siglas de su nación. El número de placa de su automóvil. Su password de correo electrónico. S.O.S. y diez siglas más. Cruzan ante él instrucciones invisibles de jefes. El curso intensivo de árabe que reprobó. El regente notó el desajuste del hombre y puso su mejor cara para simular un inglés contaminado: “Tranquilo, amigo –su muletilla abusada–, sólo debe esperar un tiempo.” Continuó su cháchara de primo hermano. Se sabía el monarca del lujo y la petulancia insufrible. Finalmente, su lengua se enredó como las piernas de su tatuaje.

El catálogo mostraba fotografías de mujeres. A un costado de las páginas, había datos como la altura, medidas, nacionalidad, edad, lenguajes, hobbies, posiciones favoritas del Kama Sutra, años de experiencia. Las estadísticas añadían fragor a la espera, a querer volver. El hombre se sintió en su niñez filatélica, cuando coleccionaba barajitas de peloteros. Pidió un cóctel. Fumó un cigarrillo. Lo consumió. Encendió otro, y tres más. Se sintió ojear las estampillas del panteón amazónico.

Se acompañó de otro cigarrillo. Desconocía cómo era la hembra, pero, al pasar las tres primeras páginas del catálogo, presintió que, al llegar al nombre de Tamil Nadu, no se decepcionaría. Tenía nombre de ciudad. Su figura, con brazos en jarras, la asoció a la sobriedad de templos religiosos. En unas horas, descubriría que sólo, de esa metáfora, en ella se alojaba la fragilidad de los vitrales. La emoción barroca le hizo chupar todo el cigarrillo y encender otro, como si con ese gesto apurara el tiempo. La espera y el humo.

Mientras el hombre se arrellanaba en el sofá, el regente le ojeó groseramente. Eran saludables los detalles precisos, sobre todo, para las oscilaciones cardíacas y económicas del regente: no había que descartar que de un momento a otro llegaran fiscales solicitando retratos hablados. Se dijo unas palabras que heredó de su padre junto con el Rosa del desierto: “Hay que cuidarse las espaldas y el pecho. Uno nunca sabe quién es quién. Si van a atacar de frente o por detrás.” El regente le atisbó al hombre una cicatriz en el mentón que podía resumir una vida de riesgos.

Tamil Nadu estuvo velada por una pared transparente, violácea. Una sucesión de verbos resbalaron a la caja de su léxico multicultural. Ella parecía surgir de una pecera de remolachas licuadas. La danza de bienvenida. Espasmos de caderas. Contorsiones. Las paredes, los resquicios, la terracota, las coyunturas de las ventanas (cerradas), todos esos ángulos (cerrados, abiertos) fraguaban un espacio de pretextos para el aumento de tarifas por miradas al reloj. Tamil Nadu estaba a dos eslabones de una raza vertebrada. Su serotonina tiene calidad de exportación.

Supe que Tamil Nadu se excitaba comiendo trigo: ejemplo fiel de las capacidades de adaptación gastronómicas de un cuerpo acostumbrado y hecho para el disfrute. El cereal constituía el 60% de su dieta diaria. En diez años, probó carne en una ocasión, cuando, de un mordisco, le arrancó parte del miembro a un sobrepasado en acrobacias sexuales. Le suspendieron por un mes la ingestión de cualquier derivado del trigo. Rebajó diez libras. Su natural sumisión la llevó a aceptar dos visitas, cortesía de la casa, del creativo erótico, sin contar la nueva sesión de fotos para el catálogo. El semi-castrado rechazó la indemnización.

Si la India es para el hombre el séptimo país más extenso del mundo, las piernas de Tamil Nadu, las más largas que lo habían atenazado. El catálogo le habría hecho elegir a una chica con aires de francesa. Después de la segunda noche con Tamil, comprendió por qué era la preferida del hombre que perseguían (o que buscaban o necesitaban liquidar) y que se hubiera arrepentido de haber elegido a otra. La tercera, la más desenfrenada y lujuriosa, al hombre le importó poco morir en una emboscada, atravesado por dagas, envenenado por líquidos invisibles o variantes del plutonio. Resaltaban en la habitación tonos mostazas y verdes, como si, combinados, lograran el mismo efecto estimulante de los negocios de comida rápida. En las paredes habían fotografías de famosos abrazados con la mujer elegida. Actores y actrices de Hollywood. Personajes toscos como sacados de algún ministerio asiático. Atletas locales. El Logo Oficial de Rosa del Desierto® empalagaba en cada espacio posible. En los vasos. En la etiqueta de las cobijas y cubrecamas. En los jabones. En la alfombra. En el papel toilet. En una de las paredes se empotraba lo más repugnante en merchandise de La India: un holograma del patalear de las recurrentes piernas.

Diez uñas postizas trazaron un indescifrable alfabeto: la espalda del hombre quedó marcada como un epígrafe cantonés en el mármol. A la siguiente noche, el hombre le pediría mímicamente a Tamil Nadu que se quitara las uñas postizas. Al no hacerse entender optó por su maltratado inglés: “Please, take off your iron nails”.

Cuando Tamil se arreglaba para la segunda sesión, el hombre abrió un gabinete. Saltó a su vista un lote de cremas capaces de lubricar el eje de una docena de camiones. Le untarían la que sabía a melocotones en almíbar.

El hombre dormía hasta tarde para recuperarse de la misión nocturna. El día lo dedicaba a caminar por un laberinto de calles chatas, miserables y lujosas, sucias y lustradas. Sus ojos bebieron ávidamente la ciudad. En una ocasión, se encontró dando vueltas: una metáfora de sus misiones y memorias, que volvían a divagar como si el piloto que les diera orden y progreso, de pronto, hubiera olvidado frenar. La venta de cobras disecadas que veía por tercera vez le previno de marearse. Compró una.

Hallar una cervecería le granjeó un racimo de callos y amplió sus juanetes. Llegó a una tasca o a algo que lo parecía. Los comensales se deslenguaban hablando. Ordenar una cerveza eslabonó más dificultades que la solución del teorema del binomio. Solicitó una cerveza. El cantinero se desencajó como si le hablaran repentinamente en sánscrito. Le sirvió un brandy. El hombre le explicó de nuevo. No, un brandy, no. Una cerveza. Un vodka hizo otro círculo de agua delante del hombre. Pensó que el cantinero, en muestra de bienvenida, le dibujaba el logo de los juegos olímpicos estampando culos de botellas. Vodka. Ron. Brandy. Whiskey. Sake. Cada bebida representaba un continente. Ya obstinado, buscó una cerveza en la mesa más cercana y, permisos aparte, la agarró soberbiamente, se la mostró al mesonero como un carnet de conducir a un fiscal de tránsito. Restituyó la cerveza a los comensales que de embriagados pasaron a atónitos.

Bebió docenas de mililitros de alcohol. Simuló ver o pensar o escuchar. Se sintió vigilado y dejó una enésima botella casi llena. Siguió haciendo de turista. La penúltima botella la introdujo en su morral.

Caminó hacia el hotel. Pasó frente al Rosa del Desierto que a esa hora estaba tan cerrado como el tercer enigma de la virgen de Fátima. El sol apaleaba las rasgaduras de la fachada. La noche traería letras de neón portentosas y sugerentes. Siguió de turista hasta que la luz adoptó ese tinte orilla crepuscular, de pulpo, inconfundible, que desorienta depredadores en el océano, ese tinte inconfundible hasta en la más agria de las represas.

Todos los días que siguieron al primero, se instaló en el lupanar dos horas antes de la establecida. El hombre, cuando pidió una cerveza, extrajo de su morral, con gesto burocrático, la botella que se embolsó en la tasca. (Un gemido de Tamil entre la rabia o el orgasmo, jamás los supo identificar. Una espalda rayada: la parodia de una línea crepuscular que le advertía la hora de regreso, como marcada por el filo de una hélice fugada de su avioneta.) Cuando faltaba poco, su cabeza se embalsamaba en las escenas carnales que se chapuzaban en el mar amarillo de su botella. Se adentró. La penuria. Se contempló así mismo correr desaforadamente al ras del hielo, rasgando siete, nueve recuerdos acortinados. Siguió corriendo hasta que, en esos recuerdos, se le coló su expedición a Groenlandia. Al borde del hielo, y con unas ganas irreprimibles de lanzarse a ese mar daltónico, inspeccionó ayudado por un espejo, la calcomanía de ingredientes que se levantaba como un sol de aluminio. El hombre se disolvía en un sorbo fondo blanco. El humo.

El hombre guardaba los anillos celosamente. Prefería llevarlos uno por uno en una bolsita de lana de recolectar rocas para clases de geología. Nadie se metería con él en un país donde la Ley es extrema y el robo penalizado con mutilaciones.

El primer anillo se lo dio la segunda noche. Él le dijo a Tamil una frase digna de telenovela chicana: For take me to the sky. Lo único que entendió Tamil es que le regalaban el anillo y querían darle vueltas como a una tortilla durante dos horas por tres noches consecutivas. Le dejaron las nalgas como si le hubieran inyectado ketchup.

Tamil Nadu recibió el segundo y tercer anillo el tercer y cuarto día respectivamente. Se los estrenó con la misma inseguridad de cuando se probó su traje de quince años.

El cuarto y el quinto anillo no le provocaron sorpresas. Tamil y sus dos velocidades: la experiencia la ha hecho trabajar con la ternura de una doncella y la agresividad de una fiera en cautiverio. Cambiaba de carácter en el lecho con idéntica facilidad con que se desgarraba un sari europeizado o alternaba bruscamente movimientos de cintura (cuando danzaba). A juzgar por sus quiebres, no debía tener más de tres costillas. Cuando el hombre intentó decirle que se marchaba y jamás volvería, Tamil recuperó la misma cara cuando, en su niñez, vio cómo destripaban vacas en la TV. El decorado de la habitación de turno hizo menos traumática la despedida. Era azul completamente. Las paredes acolchadas. Almohadas que simulaban nubes y tan infladas de plumas que parecían diseñadas por Botero para sus gordas.

Esa última noche le obsequió el par de anillos restante. En una servilletita dibujó un avión y un garabato que intentó ser la silueta de un país. Para aprovecharse del decorado, pensó escribirle: Thanks, for take me to the sky. El hombre nunca supo si la reacción facial de Tamil se debió a que no recibiría más anillos o empezaba a enamorarse. Siempre ha preferido la última opción: la conquista de una mujer de la vida auspiciada por el Estado. Tamil pensaría que el hombre era dueño de una joyería o las asaltaba a menudo. Él se dejó galvanizar el nervio intangible del alma. La revista Play Boy esa noche fue un folletín.

Al día siguiente, el hombre tuvo problemas en la aduana para explicar la cobra disecada.


II

Los dedos barrieron una superficie brumosa. Luego se unieron ante algo que parecía un vestido. No. Era una cortina. Un espejo la dejó ver medio cubierta, medio desnuda. Se acercaron a los pies y desprendieron una correa de sus zapatillas. Su otra mano se acercó y ensombreció la perspectiva de la cámara uno. Se fue quitando los anillos. Los desamparó al borde de la cama como pequeños insectos polifemos. Aplicó a esta tarea su falsa soltura de abandonar y ser esperada por lo abandonado. Fue la primera vez que el hombre la vio desde su continente. A once, doce, trece mil millas de distancia, veía detalladamente lo que ella tocaba, acariciaba o cacheteaba, lo que ella apretaba, soltaba o agarraba. Deseó que el cuarto estuviera empastado de espejos.

Cuando Tamil Nadu salió del baño, el hombre la observó observar los anillos, quintuplicada una semana después de la primera noche. Cada ángulo era de una mujer distinta, hecha de polvos de azafrán, miel, paños, recuerdos y Ganges. Le dolió en cada parte de su cuerpo. De cerca, abrazarla, sin un previo ritual, era la violencia pura. Se consoló al palpar el monitor. Dedujo que se encontraba entre la franja de la distancia y el contacto de una frontera a la que jamás regresaría. Los pilotos de su memoria se declararon en huelga. (En el crepúsculo de la agonía, del orgasmo, del hielo, de la cerveza, una línea desigual en la espalda asumía su naturaleza deleznable y caótica: la hora del regreso.)

De la segunda a la tercera noche le comunicaron al hombre que el anillo veía y que todo andaba perfecto, que su equipo favorito de béisbol había ganado la serie particular ante su más cercano competidor y que pronto estrenarían la nueva temporada de su Sitcom favorito en el primetime.

El sujeto que monitoreaba la transmisión de los anillos fue expulsado. Posiblemente desaparecido. Yo le sustituí. El monitoreador le vendió al hombre la totalidad de lo grabado durante su semana en la India. El precio de cada cassette equivalía a la de una película porno usada. El hombre, en cambio, nunca supo cuándo comenzaron a rastrear al buscado. El saber podía implicarlo en situaciones desventajosas, o comprometidas preferiría decir. Prefiero decir. En dos años le darían la jubilación. Las grabaciones del hombre no eran nada importantes (o, por lo menos, las cintas en las que él estaba grabado. Todo comenzó a ser importante al concretar su misión. Precisamos: cuando encajó el quinto anillo en el pulgar de Tamil Nadu y, sentado en el avión, igualmente, se encajó los audífonos que, como mangueras hidráulicas, le llenaron el cerebro de Liszt.). El hombre llegaba dos horas previas a su horario. Pasaba por el centro de monitoreo global: una gran sala que abarca un piso (de los subterráneos). Se deslizaba con las credenciales y canas que le conferían sus años de servicio. Y siempre, bajo la manga, la vulgar excusa, ya sudada (¿cuál excusa no lo es?), de un café: “Los del sótano son mejores, más cerca del purgatorio”, decía a sus compañeros. Luego, iniciaba su perorata de chistes malos para calmar los nervios que la cafeína no encarrilaba en los primeros sorbos. Así estuvo semanas: revisando husos horarios, restando y sumando horas GMT. Al que buscaban, o quizá habrían liquidado, visitó a Tamil un martes o un miércoles después del regreso triunfal y viril del hombre. Eso escuchó (escuchamos) decir. Nunca presenciamos esas operaciones ante el monitor.

Una tarde, a dos cuadras de su apartamento, vio al otro lado de la acera a dos jóvenes con la chaqueta del Rosa del Desierto. El hombre así lo creyó. Le doy muchos beneficios, entre ellos el de la duda. Los persiguió por dos horas. La miopía, agudizada en el último invierno, lo alentó a acercárseles. Los jóvenes ingresaron a un local que parecía un restaurant de comida árabe. El hombre no encontró una excusa convincente para que lo dejasen entrar.

El hombre pasó largas horas postrado en su puff. Absorto. Se veía actuar frente a Tamil Nadu en un paroxismo que se debatía entre dos categorías posibles: lo hard narciso y lo less hard narciso, un paroxismo lleno de penurias y, sobre todo, lleno de humos. Pixelado por la pantalla de su televisor. Le salió una ampolla en la mano de tanto botonear stop, pause y play. Para regular su vanidad bebía dosis adecuadas de su cerveza favorita, a la que su esófago, paladar y tráquea estaban acostumbrados. También su lengua a pronunciar y pedir. La miró de frente y poco a poco se adentró en ese mar amarillo y gaseoso. La espuma le saltó a la cara. Sus rodillas rasparon el suelo y revolvieron siglas intimidantes que pasaron a Sopa de Letras. Un bache. En los ríos del Amazonas los hay, como si fuera una carretera Panamericana líquida. Otro bache. El hombre maneja una lancha a toda velocidad, la aguja de las millas casi gira sobre su eje. Se lanza a esas aguas amarillas. Dentro, nadando, pataleando, siente el fragor compungido de la corriente. De un continente, preferiría decir. Prefiero decir. La nave se estrella contra un islote. Una gran explosión. El hombre flota. Chapotea. En su mentón aparece una herida por la que brota sangre que en el río se dispersa y desaparece. No importa. Misión cumplida. Su misión más peligrosa. El cuartel “secreto” de ese grupito guerrillero estaba desmantelado.


Un día, las cinco cámaras grababan lugares distintos y distantes. Había una carretera. Había una calle comercial, por la que pasaban carros y, sobre todo, pasaban bicicletas. La del pulgar mostraba un cielo nebuloso, cenizo, ese lo recuerda bien. Las del meñique y anular no funcionaban. Entonces, el hombre comprendió que ya debía retirarse.


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2 En el desierto de Tengger, con su uniforme de campaña y diez años menos canoso, sus manos interpretaron funciones de viseras y yelmos. Un compañero igualmente uniformado le entrega una cajita. Extrae de su interior una cápsula. Se la lleva a la boca. Busca su cantimplora y bebe de ella. El agua reboza por su mentón. El desierto se llena de colores y se instala un safari de animales inconcebibles. Todo da vueltas. Una rosa enorme, del tamaño de un árbol, está sembrada a unos metros. Parece una rosa manipulada biológicamente. Su compañero le habla entre francés y alemán. Traducción aproximada: “Hermano, estas pastillas son lo mejor para pasar el calor”.



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